
Descripción de 19 - historias de amor y de amebas 5h44h
Parte 3 Capítulo 7 “Memorias de Amor y de Guerra” son mis recuerdos de una década trágica (1976-1986) para mi país Guatemala. Quiero compartir con las nuevas generaciones lo vivido, con la esperanza de que nunca más los jóvenes crean que la guerra es la solución de nuestros problemas. Creo que es mi responsabilidad hacerlo y así poner mi granito de arena para que juntos encontremos nuevos caminos para construir un mundo mejor, más justo y más amoroso. "Memorias de Amor y de Guerra" inicia la madrugada del terremoto del 4 de febrero de 1976 que desoló el país de frontera a frontera, un terremoto que nos desveló las condiciones de pobreza extrema de la inmensa mayoría del país. Fue así, que, siendo estudiante del colegio más caro de Guatemala, decidí a los 16 años incorporarme a la lucha clandestina y guerrillera. Es también un libro que habla de la urgente necesidad de amar y ser amado, cuando cada día puede ser el último día de nuestras vidas. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/2552305 4p425u
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Tercera parte, capítulo siete.
Las luces de los carros y camiones que venían en sentido contrario me encandilaban dolorosamente los ojos.
Hacía año y medio que mi casa era la montaña y el o con la luz eléctrica era escaso.
Aquellas explosiones de luz terminaron obligándonos a parar para que pudiera vomitar.
Enrique llevaba preparada una cantimplora con suero oral que me fui tomando a sorbos hasta llegar a un motel cerca de Mazatenango.
Pisar suelo cerámico, luces por todos lados, las dos mullidas camas y un baño como Dios manda, me hizo pensar que tal vez algún día podría contar esta historia.
Como en su tiempo, mi abuelo Alberto Paz y Paz escribió Lampocoy y Tawaini, historia de mi fuga, huyendo con su hermano Enrique por las montañas hacia Honduras, allá por el año de 1935.
Ubico les había puesto precio a sus cabezas y una jauría de las tristemente célebres guardias rurales les siguió los pasos más allá de la frontera.
Me desnudé ante un espejo gigante que seguramente había visto imágenes más incitantes que aquel esqueleto andando en el que me había convertido.
Me puse a llorar bajo la ducha caliente.
Ya en la capital, en una esquina del mercado El Guarda, Enrique me ayudó a pasarme a un carro pequeño donde me esperaba Abimael, un médico, reconocido atleta universitario y como viviría en las patojas de mi tierra, un mango.
Al llegar a una casa de seguridad, Abimael me pidió mantener los ojos cerrados con la cabeza hacia el piso y me condujo del brazo hacia una habitación sencilla, pero con todo lo necesario para atender a un enfermo.
A la mañana recibí el mejor regalo que podía tener.
Mi hermana llegó a visitarme.
No sé cuántas horas pudimos estar juntos, pero sí recuerdo que fueron momentos de abrazos y ponernos al día en todo.
Ella aún vivía con papá y mamá y debía regresar a dormir en casa.
Me dijo que nos veríamos pronto, que cuando estuviera mejor podría ir a visitarlos.
Y quién sabe si hasta podríamos ir a San Luis.
Bálsamo de palabras que me daban confianza de que todo iba a salir bien.
Muy temprano al día siguiente vino un compa médico a recogerme.
Vestía impecablemente, de barba completa muy cuidada, anteojos oscuros y con un Honda Accord del año esperándome afuera.
Me sentí en buenas manos inmediatamente.
En el camino me fue haciendo preguntas sobre mi estado y que iríamos a uno de los laboratorios más actualizados de Guatemala para verme de pies a cabeza.
El laboratorio quedaba cerca del antiguo Cinefox, detrás de una puerta que no hacía pensar que en su interior había toda clase de aparatos con luces y numeritos digitales.
Me esperaba el dueño, que también era doctor.
Vestía una bata blanca, pelos un poco largos pero cuidados y una sonrisa adornada por una barba que era imposible no pensar en Cristo, aunque pertenecía a una conocida y rica familia judía.
Era un colaborador porque así se lo dictaba su conciencia.
Me pincharon en todas partes.
Me inflaron con bario para poder tomarle radiografías a mis vísceras.
Horrible.
Pero con unos cuidados mezclados con compasión, iración y respeto como no había recibido antes.
En alguna parte de esta peregrinación de clínicas y laboratorios, agarré sarampión y la cosa se puso peor.
Estaba en lo peorcito cuando llegó a visitarme Yalí, la compa que había sido rescatada del hospital Roosevelt.
Yo sabía que ella tenía una relación sentimental con Javier porque él me lo había contado.
Me hizo muchas preguntas.
Me enseñó en la portada donde aparecía Javier muerto.
Le di una billetera negra vieja que Javier me había regalado porque él tenía una nueva.
De pronto, a boca de jarro me pregunta, con tono poco amistoso, ¿cómo está tu moral combativa? Yo no tenía ni fuerzas para mandarla a la mierda y solamente le pedí que se fuera porque me sentía muy mal.
Los siguientes días fueron de descanso absoluto.
Muchas veces me sentí muy triste.
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