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MEMORIAS DE AMOR Y DE GUERRA
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06 - Viaje A La Cortina De Hierro

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20/4/2025 · 12:57
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MEMORIAS DE AMOR Y DE GUERRA

Descripción de 06 - Viaje A La Cortina De Hierro 191x1l

Parte 1 Capitulo 5 “Memorias de Amor y de Guerra” son mis recuerdos de una década trágica (1976-1986) para mi país Guatemala. Quiero compartir con las nuevas generaciones lo vivido, con la esperanza de que nunca más los jóvenes crean que la guerra es la solución de nuestros problemas. Creo que es mi responsabilidad hacerlo y así poner mi granito de arena para que juntos encontremos nuevos caminos para construir un mundo mejor, más justo y más amoroso. "Memorias de Amor y de Guerra" inicia la madrugada del terremoto del 4 de febrero de 1976 que desoló el país de frontera a frontera, un terremoto que nos desveló las condiciones de pobreza extrema de la inmensa mayoría del país. Fue así, que, siendo estudiante del colegio más caro de Guatemala, decidí a los 16 años incorporarme a la lucha clandestina y guerrillera. Es también un libro que habla de la urgente necesidad de amar y ser amado, cuando cada día puede ser el último día de nuestras vidas. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/2552305 5e4c3r

Lee el podcast de 06 - Viaje A La Cortina De Hierro

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Capítulo 5 Pocas semanas antes, habíamos levantado la carpa que teníamos para ir de camping en los jardines de la casa de los abuelos porque debimos entregar la casa donde habíamos vivido 14 años.

La casa de los abuelos donde vivimos unas semanas recién llegados de Nueva Orleans, siendo yo un bebé de 4 años.

Donde mi tío, el seco, me rescató de un hormiguero.

Donde oí cantar a dueto a papá Beto y mamá Grande.

Y donde mi tía Chiqui escribía sus artículos en una vieja Remington, ayudada por unos palitos que se engarzaba en sus atrofiadas manos.

La Chiqui es un buen ejemplo de la madera de la que están hechas las mujeres de mi familia.

Desde muy chiquita, siendo la menor de 6, comenzó a padecer una distrofia muscular progresiva incurable.

Cuando yo la conocí, a veces andaba en silla de ruedas y otras en un andador que ella había diseñado.

Una especie de araña con ruedas, con un sillín y unas muletas plegables con las que se obligaba a ponerse en posición vertical.

De ella escuché las primeras historias de la Unión Soviética y de China, a donde había viajado como invitada.

Cosa que aprovechó para investigar tratamientos para su enfermedad.

Recuerdo una vieja foto donde aparecía en su silla de ruedas encabezando una multitudinaria manifestación con pancartas exigiendo justicia en la sexta avenida.

Y las mañanas de domingo, escuchando en su cama el programa radial de las ardillitas mientras nos enseñaba cómo darle masaje y ejercicios de fisioterapia.

Me iba a la guerra, dejando a la familia en una carpa, buscando nueva casa para alquilar, con mi hermano estudiando en Texas A&M y mi hermana en quinto año de medicina en la USAC, a quien ya había incorporado a la O.

En los últimos seis meses había conocido a la columna vertebral de los cuadros que empujaban nuestro aparato clandestino.

Mi preparación física e ideológica había sido intensa y pensaba que estaba preparado para irme a la guerra.

Con Pablo cantábamos irresponsablemente Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá sin siquiera poder imaginar lo que vendría.

Pablo me prestó las llaves de una casita que tenían cerca del Mayangolfe en Villanueva con vista al lago de Amatitlán para despedirme de mi vida civil.

Para ello me había organizado con disciplina militar, el ramo de flores, la caja de chocolates, la botella de vino y la loción de moda, Brut 33.

El objetivo, una morena compañera de la U que tras sus anteojos escondía una seductora mirada, mirada que hacía un par de meses había descubierto me dedicaba subrepticiamente en clase.

No lo debimos haber hecho muy bien porque después de un rato de escaramuzas y sudores no tuvimos nada de qué hablar.

Mecánicamente nos fuimos vistiendo y emprendimos el viaje de regreso a la ciudad.

La noche del 29 de junio de 1978 fuimos a cenar a un bonito restaurante en la zona comercial más exclusiva de la ciudad.

Estábamos casi todos, mis papás, mi hermana, su novio y yo.

A la madrugada siguiente debía tomar el bus al Distrito Federal de México.

Todos queríamos parecer alegres pero no podíamos.

Me imagino que el espectro de la devastación estaba advirtiéndonos que esa era la última noche de una vida feliz, que después de generaciones de exilios, persecuciones y luchas mis padres habían logrado construir para nosotros.

Todo fue saliendo bien, podríamos viajar a México el 30 de junio.

Neto ya tenía pasaporte y era mayor de edad, cuadrado de tórax y cuadrado de quijada.

En ocasiones podía parecer Boogie el aceitoso y en otras el gorilón de los chistes de Archie.

Tenía 24 años, medía un 80 de estatura, parecía un jugador de fútbol americano y aspecto medio árabe que quién sabe de qué combinaciones genéticas había heredado.

Tenía esa seriedad que los clandestinos van adquiriendo con el tiempo y que se interrumpe cuando aflora un negro sentido del humor.

Poseía una seguridad contagiosa y me alegraba que me hubiera tocado como pareja.

Ya las parejas de Meme y Nayo, Jaime y Ovidio y Pablo y Richie debían haber llegado a México.

Casi no dormía esa noche. La maleta, una enorme maleta sin rueditas, la tenía lista desde hacía dos días.

El despertador sonó a las 5 en punto.

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