
Descripción de 09 - ¡Por fin la Habana! 5e193r
Parte 1 Capítulo 8 “Memorias de Amor y de Guerra” son mis recuerdos de una década trágica (1976-1986) para mi país Guatemala. Quiero compartir con las nuevas generaciones lo vivido, con la esperanza de que nunca más los jóvenes crean que la guerra es la solución de nuestros problemas. Creo que es mi responsabilidad hacerlo y así poner mi granito de arena para que juntos encontremos nuevos caminos para construir un mundo mejor, más justo y más amoroso. "Memorias de Amor y de Guerra" inicia la madrugada del terremoto del 4 de febrero de 1976 que desoló el país de frontera a frontera, un terremoto que nos desveló las condiciones de pobreza extrema de la inmensa mayoría del país. Fue así, que, siendo estudiante del colegio más caro de Guatemala, decidí a los 16 años incorporarme a la lucha clandestina y guerrillera. Es también un libro que habla de la urgente necesidad de amar y ser amado, cuando cada día puede ser el último día de nuestras vidas. 6u4xu
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Capítulo 8 El golpe del calor y la humedad se sumaban a la intensidad de la luz del sol al salir del avión.
Bajamos la escalinata para llegar caminando al control migratorio.
Aquello era otra cosa, chico.
Alguna mujer uniformada pegando un grito para dirigirnos a la ventanilla adecuada, maleteros viendo la tele, la gente fumando por todos lados, relajada, sin prisas, amable...
Vaya, en mi vida había visto traseros como los de las negras cubanas, enfundados en unas apretadas y cortas faldas, y de vez en cuando en unos pantalones verde olivo del Ministerio del Interior.
En el aire flotaba una sensualidad desconocida para mí.
Las mujeres caminaban con una mezcla de garbo y descaro, una seguridad demasiado contrastante con la clásica mojigatería de las chapinas.
En algún lugar del aeropuerto sonaba Red Red Wine de UB40.
Tampoco los hombres disimulaban sus miradas.
Neto y yo seguíamos hipnotizados a aquella belleza de ébano que llevaban nuestros pasaportes cubanos en mano.
Se los entregó a un hombre de paisano diciéndonos, de aquí en adelante el compañero se hace cargo de ustedes.
Con tono militar nos ordenó que lo siguiéramos y salimos por la ventanilla que decía Cuerpo Diplomático, con una rapidez que no dejaba procesar lo que estaba pasando y quitándonos el cansancio del viaje por una impaciencia de juntarnos con los otros seis compas que tenían una semana de estarnos esperando.
Montados en un viejo Lada, llegamos al frente de una casa azul, no lejos de la quinta avenida.
El chofer habló muy poco.
Neto iba al frente, yo atrás, tratando de tragarme todo con los ojos.
Aquí no me molestó el poco tráfico ni esa sensación de tiempo congelado en los años 50.
Se sentía una austera dignidad y una calidez muy grande porque la gente, sin preguntar, sabía que no podíamos ser otra cosa más que revolucionarios de algún país latinoamericano porque en aquellos años no habían turistas.
La penumbra del interior me dejó ciego por un momento y mientras mis ojos se acomodaban, vi la silueta de los compas levantarse para irnos a recibir con fuertes abrazos.
Todos estaban en pantalonetas azules y sin camisa.
El calor y la humedad eran realmente asfixiantes.
Ya estábamos completos.
Para celebrarlo, teníamos té negro ruso muy frío.
Son esos momentos que me imagino que todos aquellos que han compartido el destino de ser hermanos en armas habrán vivido alguna vez.
Luego de contarnos nuestras aventuras de viaje, Nayo nos informó a los recién llegados que no podíamos salir a la calle.
Ningún o con los vecinos.
Ellos habían pasado toda la semana con estas restricciones, leyendo y por la televisión enterándose del desarrollo del Encuentro Mundial de los Jóvenes y los Estudiantes.
Más tarde, llegaría algún oficial del Ministerio del Interior a informarnos cuándo nos moveríamos a nuestro destino final.
La casa era amplia, amueblada con sencillez, pero con todo lo necesario.
Llevé mi maleta a la habitación de Pablo, donde pudimos hablar con libertad de nuestras familias, de lo mucho que las extrañábamos y de nuestros sueños de futuro, mientras yo me ponía la pantaloneta azul para estar igual que todos.
Aunque la mía me quedaba flojísima, dejando al descubierto mis flacas piernas.
Sobre la cama había una toalla pequeña y áspera de tanto uso, pero limpia, una pasta de dientes perla y un jabón sin olor.
Me fui a dar un duchazo frío, no había agua caliente, cosa que no tendríamos en toda nuestra estancia en Cuba, pero tampoco hacía falta con ese calor.
La regadera era un único chorro potente que proporcionaba un delicioso masaje.
Una vez saciadas las necesidades adolescentes, salí renovado justo al tiempo que llegaba una vieja van gris.
Me informaron que era la cena y que me tocaba con Pablo ir a recibir las cantinas o los termos y devolverlas del almuerzo.
Un minuto al aire libre que se agradecía.
Siendo verano, la tarde se prolongaba como nunca sucede en Guatemala.
Por entre las clásicas persianas de madera del Caribe, mirábamos cómo niños y adolescentes jugaban a guerras de agua en medio de la calle.
Al entrar la noche, llegó a visitarnos una mujer alta de pelo negro largo.
Era la representante de la familia
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