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Curiosidades de la Historia National Geographic
Vivir entre ruinas: así era la Roma del siglo VI

Vivir entre ruinas: así era la Roma del siglo VI 2ww69

7/2/2025 · 07:32
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Curiosidades de la Historia National Geographic

Descripción de Vivir entre ruinas: así era la Roma del siglo VI 56273c

A inicios de la Edad Media la antigua capital del Imperio romano era una ciudad derruida y semidespoblada. ¿Quieres anunciarte en este podcast? Hazlo con advoices.com/podcast/ivoox/715166 3w5y5q

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Hoy hablaremos de Roma en el siglo VI, una ciudad en ruinas. Roma posee dos
caras famosas, la clásica de la época imperial y la fastuosa del período papal,
pero entre el esplendor de ambas se esconde un milenio durante el cual la
ciudad cayó en una agónica decadencia. En el apogeo del imperio, hacia el siglo
II, la ciudad acogía a más de un millón de habitantes. Sin embargo, ya en el siglo
VI, tras la caída del imperio romano de Occidente en el 476 después de Cristo,
sólo unas 20.000 personas habitaban Roma. Eran los supervivientes de una larga
serie de guerras, hambrunas y epidemias. Se marcharon los comerciantes, los
marineros, las prostitutas, los trabajadores y la plebe, mientras que la
nobleza zarpó hacia Constantinopla, capital del imperio romano de Oriente.
Roma ya no era el centro del mundo, se había convertido en una provincia del
imperio bizantino y así la encontró Gregorio Magno en 590, año en que fue
elegido papa. Una ciudad atrapada entre un pasado glorioso y abrumador y un
presente de total abandono, tanto que incluso Gregorio hablaba de ella
utilizando los símbolos del imperio caído. Roma ha quedado pelada como un
águila que ha perdido sus plumas. Vista desde las colinas, la urbe aún
conservaba la fascinante silueta que tuvo en la antigüedad. Estatuas
gigantescas, plazas cubiertas de mármol, columnas decoradas, magníficos techos de
bronce, villas patricias y viviendas de la plebe. No obstante, era una ciudad
fantasma. En las calles crecía el musgo y los edificios estaban cubiertos de
hiedra y habitados por zorros y búhos. Los continuos desbordamientos del tíber
y la ausencia de cuidados habían revestido sus calles de una capa de
barro reseco. Uno de los edificios más imponentes, el anfiteatro Flavio o Coliseo,
había cerrado sus puertas hacía años. Los últimos espectáculos se remontaban
aproximadamente 60 años atrás, en época del Ostrogodo Teodorico, que había hecho
llenar de tierra a los subterráneos para no tener que pagar su mantenimiento.
Frente al Coliseo se alzaba aún la estatua de Nerón, representado como el
dios Apolo, de 34 metros de altura y enteramente hecha de bronce. Este era el
coloso del cual el anfiteatro tomó su nombre. En otros tiempos había sido
deslumbrante, pero tras muchos años de abandono se había oxidado y le faltaban
los brazos. Se cuenta que Gregorio Magno dio la orden de mutilar la estatua para
recuperar el metal y fundirlo. Durante los años siguientes el papa se
apropió del resto del bronce. Devoto y pragmático, el pontífice, de este modo,
eliminaba a un falso dios y podía utilizar los beneficios del metal
precioso para ayudar a los pobres de la ciudad. A los pies del Coliseo nace la
vía sácrea que llega hasta el otro núcleo monumental de Roma, el Campo de
Marte. Allí se alzaban las grandes basílicas, donde tiempo atrás se reunían
los comerciantes. También estaban los teatros de Pompeyo y de Marcelo y las
lujosas termas de Agripa. Pero la escasa población de la ciudad no sabía qué
hacer con este esplendor arquitectónico. Acostumbrados al abandono, los habitantes
no se ocupaban de las malas hierbas o del barro, que al sedimentarse había
elevado el nivel de las calles y se las ingeniaban para abrir caminos a través
de esa espesa maleza que brotaba entre los templos. En las calles crecían
pequeños árboles que con el tiempo se convertirían en las encinas seculares
que Carlo Magno vio en el año 800 al entrar en Roma desde el norte por la Vía
Lata, la actual Vía del Corso. Por ese mismo camino llegaba, procedente del norte
de Europa, el incipiente turismo religioso que quería visitar los lugares
sagrados de los mártires. Empezaban a prosperar el mercado negro de las
reliquias y las visitas organizadas, que a cambio de unas monedas llevaban a los
peregrinos a arrodillarse frente a la parrilla donde habían quemado vivo a San
Lorenzo o ante la columna de mármol rojo donde la Santa Viviana había sido
flagelada con cuerdas cubiertas de plomo. También aparecieron las primeras guías
turísticas, una especie de Lonely Planet de la época. El itinerario de
Ainz y Deln del siglo VIII, por ejemplo, era un mapa de Roma que indicaba a los
peregrinos las atracciones religiosas y turísticas de la ciudad. ¿Pero dónde se
concentraba la menguada población de Roma? Probablemente entre la orilla
izquierda del Tíber y el Trastevere, bebiendo en las tabernas situadas en los
antiguos templos paganos. ¿Quién sabe si conservaban el recuerdo de la grandeza
del Imperio Romano o si se preguntaban quién había construido aquella ciudad
enorme? El nivel de alfabetización de la plebe, altísimo en la Roma clásica, había
caído en picado. Leer y escribir se había convertido en un privilegio de las
clases altas. Los habitantes del Trastevere vivían en
ínsulas, edificios de apartamentos,

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