
Descripción de 23.- Anahí y el silencio de la selva 6y2n11
"Anahí y el silencio de la selva" Cuentos educativos de EDELVIVES. Mensajeros de Igui. Música: MADRE TIERRA - Isis Montemayor https://www.youtube.com/watch?v=Z_zN80-0adE 531p1k
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Anahí y el silencio de la selva.
Cuenta una vieja leyenda que fueron los poderosos dioses quienes le concedieron a Igui el don de hablar.
Igui es la madre tierra y hablaba a su manera.
Usaba la voz del río, la del viento, el sonido de las hojas, cualquier sonido de la naturaleza para comunicarse con los humanos.
Al indio perdido le indicaba el camino.
Al animal perseguido le mostraba dónde guarecerse.
Le pedía a las nubes que dejara caer su lluvia sobre las plantas sedientas.
La voz de la madre tierra se oía siempre, tanto de noche como de día, y los nativos aseguraban que mientras escuchara su voz, la voz de Igui no había motivos para inquietarse.
Pero un buen día, Saraki, el pájaro de los mil colores, se despertó sobresaltado.
Permaneció muy atento hasta que se dio cuenta de lo que sucedía.
Igui, la madre tierra, había enmudecido.
Todo estaba en silencio, un silencio tan intenso que daba miedo.
Saraki debía descubrir cuanto antes cuál era el motivo, abrió sus alas y echó a volar.
Llegó hasta un recodo del río Amazonas y allí se detuvo espantado.
Donde antes crecía una frondosa vegetación, ahora sólo había un enorme planicie.
¿Dónde estaban los árboles? La tierra, hasta entonces protegida por la sombra de árboles centenarios, sufría expuesta a los rayos del sol, y no quedaba ni rastro de los animales que la habitaban poco tiempo atrás.
La madre tierra está malherida, por eso es incapaz de hablar, ni siquiera tiene fuerzas para quejarse, pensó Saraki.
Para hacerse con la madera de aquellos árboles, algunas empresas destrozaban sin miramientos la selva, y al acabar su cometido se iban tan tranquilos.
A Saraki le costaba entender que alguien pudiera hacer algo así.
Volvió a abrir sus alas y voló tan rápido como fue capaz, se dirigió hacia el poblado donde vivía Anai.
Anai era una pequeña niña india que vivía en el Amazonas.
Saraki encontró a la pequeña sentada junto a su cabaña, se posó sobre su hombro y le susurró.
Han vuelto los hombres con sus terribles máquinas.
¿Cómo es posible que continúen dañando la madre tierra? Llévame hasta allí.
Al ver la herida que le habían causado a Iwui, Anai apretó los puños y gritó desolada.
No, no puede ser, ¿por qué cortan los árboles, por qué destruyen la selva? Con Iwui enferma, nadie estaría a salvo.
Era urgente encontrar una solución para sanarla, y juntos empezaron a pensar qué podrían hacer.
Cuando llegó la noche y las primeras estrellas brillaban en el cielo, Saraki y Anai seguían sin encontrar una respuesta.
Así que Anai se acostó muy preocupada, pero durante la noche los dioses le enviaron sueños cargados de mensajes.
Ya por la mañana Anai salió de la choza.
Saraki la encontraba junto a la entrada y la niña le contó lo que había soñado.
El pájaro de los mil colores asintió con la cabeza y ambos se pusieron en marcha.
Mientras avanzaban, la niña recogía brotes de plantas, de arbustos y de árboles, pues así se lo habían indicado los dioses.
Al llegar al lugar donde habían talado los árboles, Anai comenzó a plantar los brotes, uno a uno.
Anai necesitaría años para repoblar el terreno arrasado, pero la niña no se desanimó.
Cada día, cuando el sol asomaba, Anai y Saraki retomaban la tarea.
La noticia de la pequeña que trataba de sanar a la madre tierra corrió de poblado en poblado, y muchos de sus habitantes corrieron a ayudar.
Cada día eran más, eran más los que colaboraban para que Igui volviera a lucir verde, frondosa y para que pudiera ofrecer cobijo y alimento a todos sus habitantes.
Pronto, hasta el mismo viento conmovido, se sumó trayendo semillas de otros parajes, y poco después, los pájaros, los monos y las hormigas, todos, todos se esforzaban para devolverle la vida a Igui.
En cuestión de semanas no quedaba ni un palmo de terreno sin sembrar, pero la lluvia no caía y sin ella ni siquiera crecería una mala hierba.
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