
Descripción de La venganza de los cuentos 30ya
Una leyenda coreana Érase una vez un niño al que gustaba muchísimo que le contaran cuentos. Sin embargo, a pesar de lo mucho que disfrutaba escuchando las historias, él no se las contaba nunca a nadie. Cada cuento nuevo que aprendía lo guardaba celosamente en la memoria, y nunca le decía a nadie ni palabra de su contenido. El niño era hijo único de padres ricos que, para complacerlo y hacerlo feliz, se encargaban de que siempre hubiera alguien que le contara un cuento nuevo cada día. Bueno, pues los padres del niño murieron, pero el fiel criado que se hizo cargo de él siguió contándole un cuento nuevo cada noche. En un rincón de su cuarto, aquel niño tenía una vieja bolsa de cuero, cuya abertura estaba prietamente atada con un cordel. Aquella bolsa llevaba allí años, colgada de un clavo, olvidad por todos. Pero resulta que cada vez que el niño escuchaba un nuevo cuento y no se lo contaba a nadie, el espíritu de aquel cuento se introducía en la bolsa y se quedaba allí. No podía escapar de aquel encierro a causa de la obstinación del niño en no contarle los cuentos a los demás. Y, puesto que cada día el niño escuchaba un nuevo cuento, cada día un espíritu más se sumaba a los que ya vivían en la bolsa, de modo que, al final, ésta estaba llena del todo, y los espíritus de los cuentos no podían casi ni respirar. El niño fue creciendo. Cuando cumplió quince años su tío concertó su matrimonio con una muchacha de otra rica familia. En vísperas de su boda, el joven salió a divertirse con sus amigos, y el criado se puso a atizar el fuego de la habitación de su amo, para que a su vuelta estuviese cómoda y bien caliente. En esto estaba cuando, de pronto, como surgidos de ninguna parte, el criado creyó oír susurros a su alrededor. Movido por la curiosidad, aguzó el oído y escuchó atentamente lo que decían. -Parece que mañana se va a casar, ¿verdad? -dijo una voz. -Pues sí -repuso otra-. Y nosotros aquí, medo muertos de asfixia. -Tienes razón, ¿no iría siendo hora de que nos vengáramos? Con mucha cautela, el criado echó un vistazo a la habitación a través de un agujerito en la ventana de papel. Para su sorpresa, constató que allí no había nadie, pero reparó en que las voces salían de la vieja bolsa que colgaba de la pared. Se la veía muy hinchada, y se movía de un lado a otro como si una criatura se agitara en su interior. La conversación, mientras, proseguía: -Escuche bien -decía una de las voces-. Irá a caballo a casa de la novia. El camino es largo y el viaje lo dejará sediento. Yo será un pozo a la vera del camino, lleno de agua clara, sobre la que flotará un cuenco. Si bebe de esa agua, morirá. -Muy buen plan, muy buen plan -repuso otra voz-. Pero más vale extremar las precauciones. Por si acaso no bebe, yo será un campo de deliciosas fresas que encontrará un poco más adelante. Si prueba una sola, morirá. Una tercera voz se añadió a la conversación y dijo: -Si todo eso fallara, yo seré un atizador al rojo vivo en el saco de vainas de arroz sobre el que descenderá del caballo, una vez llegue a casa de la novia. Cuando ponga el pie encima de mí, morirá. -Bueno, bueno -añadió una cuarta voz-. Os voy a decir lo que haré yo si fallara todo eso: yo seré una pequeña serpiente venenosa, y me ocultaré en la cámara nupcial. Cuando esté dormido, le morderé y morirá. La habitación volvió a quedar en silencio. Como os podéis imaginar, el viejo criado estaba horrorizado. Naturalmente, adivinó que aquellos no eran otros que los espíritus de los cuentos, que, resentidos por su largo encierro, se habían conjurado para acabar con su amo. “Pobres -pensó el criado-, después de tanto tiempo de estar allí dentro no me extraña que quieran hacer una cosa así.” El fiel sirviente decidió que sería mejor no tocar la bolsa antes del fin de la ceremonia nupcial, y que tampoco era conveniente informar a su amo de lo que acababa de oír. A la mañana siguiente, el cortejo nupcial del muchacho estaba listo para dirigirse a casa de la novia, donde tendría lugar la ceremonia. Se habían preparado dos caballos, uno para el novio y otro para su tío, que actuaba como tutor del muchacho. Como era entonces costumbre, cada caballo iría guiado por un lacayo. La comitiva estaba a punto de ponerse en marcha cuando el fiel criado se adelantó y rogó encarecidamente que se le dejara guiar el caballo del novio. Por supuesto, quería proteger a toda costa a su amo de los peligros que le acechaban y por ello insistió muchísimo en que le dejaran guiar su caballo. Al principio, el tío no quiso ni oír hablar de aquello. Quería que el criado se quedara cuidando la casa, pero el buen hombre insistió tanto que, al final se le permitió ir con la comitiva y guiar el caballo del muchacho. La comitiva emprendió la marcha. Como era costumbre en aquellos tiempos, el tío cabalgaba en la parte de atrás y el novio abría la marcha. Pero resulta que el criado fiel llevaba tan velozmente el caballo de su amo que el tío protestó ante tan inopinada prisa. El criado, sin embargo, no le hizo caso y siguió adelante. Llevaban recorrida ya cerca de media milla cuando el novio se quejó de sed y pidió a su criado que parara un instante en el pozo que había junto al camino. -Mira –dijo-. El agua es muy clara, y en ella flota un cuenco. Por favor, acércate y tráeme un poco. Pero el criado no hizo sin apresurar el paso del caballo, diciendo: -¡Nada de eso, señor! Si nos detenemos ahora llegaremos tarde. Y, de esta manera, logró que su amo saliera sano y salvo del primer peligro. Al poco, llegaron a un campo donde el novio vio unas fresas maduras y muy tentadoras. -Ahí veo fresas -exclamó-. Tienen un aspecto de lo más apetitoso. Por favor, ve y cógeme unas cuantas para que calme mi sed. Pero el criado volvió a negarse. -¡No, no! -dijo-. Será mejor que no tome usted nada por el camino. Ya tendrá mejores fresas en casa de la novia. Además, tenemos mucha prisa. A esas alturas, el tío del novio estaba enfadadísimo, así que regañó al criado por mostrarse tan insolente con su amo. -Primero te niegas a traerle agua, ahora no quieres cogerle unas fresas. ¡Ya me encargaré yo de que, terminada la ceremonia, seas severamente castigado! A pesar de todo, el criado se negó a parar, de manera que el segundo peligro quedó definitivamente atrás. Era mediodía cuando llegaron a casa de la novia. Ante la puerta de la casa había un saco repleto de vainas de arroz, para que el novio desmontara cómodamente. Pero apenas el muchacho puso el pie en el saco, el criado le apartó los pies de una patada, y el novio cayó torpemente al suelo. El tío del muchacho estaba fuera de sí, aquello ya era verdaderamente demasiado. Sin embargo, en ese momento no pudo hacer nada. La ceremonia tuvo lugar sin mayores problemas y, una vez concluida, se ofreció a los invitados un suntuoso banquete para celebrar los esponsales. Todos los invitados estaban muy contentos y disfrutaron de lo lindo del vino y los sabrosos manjares que les ofrecieron. Sólo el criado estaba muy preocupado, y resolvió no quitarle ojo a su amo en todo el tiempo. Llegó la noche y los novios se retiraron a la alcoba nupcial. No llevaban allí mucho rato cuando, de pronto, la puerta de la estancia se abrió de par en par, y allí estaba el criado, espada en ristre y con cara de pocos amigos. Los novios se quedaron estupefactos y no osaron moverse. El criado se abalanzó entonces sobre la alfombra y, de un tajo, la rasgó dejando al descubierto a una pequeña serpiente, a la que mató de un golpe. La conmoción despertó a toda la casa, y vino gente a ver qué pasaba. También el tío del muchacho acudió, y entonces el criado explicó su extraña conducta. Le habló de la vieja bolsa que colgaba de una pared, en la habitación del muchacho, y de los espíritus de los cuentos y sus malévolos susurros, del pozo y de las fresas envenenadas. Entonces el criado fue a buscar el saco de vainas y lo abrió. Dentro estaba el atizador al rojo vivo, que ya casi había consumido todas las vainas. El tío del novio entendió entonces lo que había sucedió, y en vez de castigar al viejo criado ensalzó su fidelidad y le agradeció que hubiese salvado la vida a su sobrino. Bueno, podéis estar seguros de que el muchacho aprendió la lección. a partir de ese día no dejó de contar a los demás los cuentos que sabía. Y nada más regresar a su casa cogió la bolsa que había en su cuarto y, después de desatarla, la quemó. 2d3r1t
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