No me llamo Tracy (02/10) Los muertos no pueden, de Víctor Montolí 2y3a57

Evox Originals presenta Historias para ser leídas.

Un podcast de ciencia ficción, terror y fantasía dirigido por Olga Paraíso.

Ficciones sonoras con las que podrás sumergirte en otra realidad.

No me llamo Tracy, de Víctor Montolí. Capítulo 2. Los muertos no pueden.

El cristal esmerilado traslúcido de la mampara apenas oculta el hermoso y cautivador cuerpo de Tracy. Uno de sus momentos especiales es el de la ducha matinal. Para ella un ritual casi sagrado antes de desayunar y salir a comerse el mundo. A devorarlo con asombrosa delectación. El agua bien caliente, a 39 grados y medio, como debe ser, alzando una cortina de vapor que crea una aureola de mágica y realidad para enmarcar esta imagen mitológica de la frágil belleza descuidada. En la pequeña estantería de la ducha un neceser de lentejuelas doradas y tres frascos bien alineados, gel, champú y crema hidratante, cuyos nombres parecen evocar promesas exóticas y excitantes de paraísos perdidos y que perfumarán el asombroso cuerpo de Tracy como si se tratase de un poema de Baudelaire.

La imagen no puede ser más sublime, cotidiana y plácida, pero onírica y erótica a la vez, y ningún mortal debería tener el afortunado y raro privilegio de poder contemplarla. Pero según cuentan las historias, toda transgresión tiene su castigo y toda diana ha de tener su acteón. Siempre acaban surgiendo problemas en el paraíso y esta hipnótica escena va a ser interrumpida por una furtiva sombra traicionera de un hombre que acaba de entrar sigilosamente en el baño y contempla, embobado, la intimidad de la diosa.

Reprimiendo su más que evidente excitación y deseo, recordando en un esfuerzo titánico, lástima lo que ha venido a hacer, la sombra saca un pistolón, abre la puerta de la mampara y con una sonrisa de incredulidad se materializa en un hosco hombretón con pinta de gángster que no puede evitar colar un último comentario ingenioso para demostrar su temple y hombría, y le dice a nuestra heroína antes de disparar, ¿puedo rascarte la espalda?, me dice el muy cretino.

La diosa se gira mostrando todo su esplendor al desgraciado sicario, que antes de apretar el gatillo tiembla, deslumbrado, prácticamente ciego, durante dos o tres segundos, tiempo suficiente para que Tracy agarre el pequeño revólver con silenciador que oculta en su precioso neceser y le descerraje dos tiros, uno en la frente y otro en la entrepierna. El cuerpo del hombre se desploma y se estampa contra el suelo de resbaladizas baldosas nacaradas y nuestra Tracy, indignada, se ve obligada a interrumpir su aseo matutino. Se pone encima el albornoz y se enrolla una toalla en el pelo, sale de la ducha, pisa el cadáver al que previamente le ha despojado de la pistola que ha guardado en el primer cajón del mueblecito de diseño Bauhaus del lavabo.

Finalmente mira al tipo que la acechaba y solo entonces se digna a contestarle.

No, no puedes, los muertos no pueden. Por Dios, desde que Hitchcock firmó psicosis, una no puede ni ducharse tranquila. Ahora me tocaría a mí colocar el chiste de si llevas pistola o te alegras de verme, pero ya he podido comprobar ambas cosas y además me he quedado sin público. Tracy se calza unas delicadas zapatillas de baño de algodón rosa rizado y se dirige a la cocina donde se prepara la cena.