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La muerta enamorada de Théophile Gautier

La muerta enamorada de Théophile Gautier c633g

26/3/2025 · 01:15:11
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La voz que te cuenta audiolibros

Descripción de La muerta enamorada de Théophile Gautier 68a16

Una historia de amor romántico entre un sacerdote y una mujer que vuelve a la vida de un modo misterioso es la trama por la que nos conduce Théophile Gautier (1811-1872) en este relato lleno de sensualidad La muerta enamorada. Un relato que cuenta su protagonista en primera persona al final de sus días con la emoción de quien aún no ha olvidado. Sobre el autor: Théophile Gautier nació en Tarbes, Francia, en 1811, y fue una figura clave del Romanticismo. Cultivó la poesía, la novela, la crítica y el teatro con un estilo refinado y evocador. Defensor del arte por el arte, su obra exploró la belleza como valor supremo. Viajero incansable, sus impresiones nutrieron su mirada estética y su prosa vívida. Murió en París en 1872, dejando una huella perdurable en la literatura sa. 3r4f4i

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La muerta enamorada. Un cuento de Théophile Gautier. Yo soy la voz que te cuenta.

Padre, ¿tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor? Pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible, y aunque tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero rehusarle nada. En todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan extraños que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión diabólica.

Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches en sueño, quiera Dios que solo haya sido un sueño, una vida de sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida. Pero, por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar el espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra.

Durante el día era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas, pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo. Y cuando al alba me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo, desgraciadamente indeleble, de palabras y objetos que nunca debí haber visto.

Y aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se diría, si entiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que, después de haber aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada demasiado turbulenta y no el humilde seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo. Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado nunca con tensión semejante.

¡Ah, qué noches, qué noches! La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología, y pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de transportar el último y más temible umbral.

Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante la semana de Pascua. Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y seminario. Sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de mujer, pero nunca detuve mi pensamiento en aquello. Era de una inocencia perfecta. No lamentaba nada, y no sentía por eso la menor vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer.

Me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas que le separan de las bodas, con ardor más febril que el mío. No podía siquiera dormir, excitado por la idea de que podría decir misa. Ser sacerdote. No concebía nada más bello en el mundo. Hubiera rehusado convertirme en rey o poeta. Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero que me parecía ser un sacerdote.

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