
Descripción de El otro hijo de Luigi Pirandello 3i237
El premio Nóbel de literatura Luigi Pirandello se propuso escribir 365 cuentos, uno para cada día del año, algo que no pudo terminar debido a que una pulmonía acabó con su vida antes de finalizar este proyecto. "El otro hijo forma" parte de esta colección de cuentos y es uno de los más destacados y emotivos. Aunque Pirandello fue más conocido por sus obras de teatro, de sus cuentos nacen todas sus dramaturgias, como puede verse en este que traemos hoy aquí. "El otro hijo" es un cuento de Luigi Pirandello que narra la visita de una anciana campesina a la oficina de un juez en un pueblo siciliano. La mujer, marcada por la pobreza y la dureza de la vida rural, expresa un amor profundo y trágico por uno de sus hijos, mientras guarda silencio sobre el otro. A través de un diálogo cargado de emoción contenida, Pirandello construye una historia que explora la maternidad, la dignidad en la miseria, la memoria selectiva y las heridas invisibles del alma. Con su estilo característico, el autor nos introduce en un universo íntimo donde lo no dicho pesa tanto como lo desvelado. Sobre el autor: Luigi Pirandello (1867–1936) fue un escritor, dramaturgo y ensayista italiano, considerado una de las figuras más influyentes de la literatura del siglo XX. Nació en Agrigento, Sicilia, en el seno de una familia burguesa. Estudió Filosofía y Letras en Roma y en Bonn, y desde joven mostró interés por la literatura. Pirandello escribió novelas, cuentos y, sobre todo, teatro, donde alcanzó su mayor reconocimiento. Su obra se caracteriza por la exploración de la identidad, la relatividad de la verdad y la disolución de las fronteras entre realidad y ficción. Fue pionero en cuestionar la solidez del "yo" y en mostrar cómo las personas asumen múltiples máscaras según el contexto. Estas ideas están presentes en su obra más célebre, Seis personajes en busca de autor (1921), que revolucionó el teatro moderno. Su estilo combina el realismo con una sutil carga filosófica y una constante ironía. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1934 "por su audaz y brillante renovación del arte dramático y escénico". Falleció en Roma en 1936, dejando un legado que influenció profundamente tanto la literatura como el teatro contemporáneo. hr33
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El otro hijo. Un cuento de Luigi Pirandello. Yo soy la voz que te cuenta.
¿Ninfarrosa está en casa? Sí, llame a la puerta.
La vieja Maragazzia llamó y luego se sentó, muy despacio, sobre el sucio escalón de entrada.
Aquel escalón, como muchos otros de las casas de Farnia, era su silla natural.
Allí sentada, dormía o lloraba en silencio. Alguien, al pasar, le lanzaba al regazo una moneda o un pedazo de pan. Ella apenas se despertaba del sueño o del llanto, besaba la moneda o el pan, se persignaba y volvía a llorar o a dormir.
Parecía una masa de andrajos grasientos y pesados, siempre los mismos, en verano y en invierno, rotos, hechos pingajos, descoloridos y preñados de sudor fétido y de toda la suciedad de las calles.
El rostro amarillento de Maragazzia era una red densa de arrugas, donde los párpados sangraban, abiertos, quemados por el llanto continuo, pero entre aquellas arrugas y aquella sangre y aquellas lágrimas, los ojos claros parecían como lejanos, pertenecientes a una infancia sin memoria. A menudo una mosca voraz se pegaba a aquellos ojos, pero Maragazzia estaba tan hundida y absorta en su pena que ni la advertía, no la echaba.
Los pocos pelos, áridos y repartidos por la cabeza, le terminaban en dos pequeños nudos colgantes sobre los oídos, cuyos lóbulos estaban estirados por el peso de los pendientes de juventud. Desde la barbilla hasta la garganta, la floja papada estaba recorrida por un surco negro que se hundía en el pecho hueco. Las vecinas, sentadas a la puerta, ya no le hacían caso. Permanecían casi todo el día allí, remendando ropa, seleccionando legumbres, cosiendo.
En suma, todas estaban ocupadas con algún trabajo. Conversaban delante de sus casas bajas, que recibían la luz de la puerta. Casas y establos al mismo tiempo, con el suelo empedrado como el de la calle. El comedero, donde algún asno o alguna mula daban coces, atormentados por las moscas. El techo alto, monumental, y luego un largo arcón negro, de abeto o de haya, que parecía un ataúd. Y dos o tres sillas de esparto, la artesa, y alrededor, áperos de labranza.
En las paredes sucias y fuliginosas, como único adorno, había unas estampas muy pobres, que querían ser representaciones de los santos del pueblo. Por la calle, apestada por el humo y el hedor de los establos, corrían niños quemados por el sol, algunos desnudos, otros vestidos sólo con una camisa, desgastada y sucia. Las gallinas daban vueltas, y los cerditos gredosos gruñían, holisqueando con el hocico entre la basura.
Aquel día se hablaba del nuevo grupo de emigrantes, que a la mañana siguiente saldría para América. «¡Saroscoma, parte!», decía una. «Deja a su mujer con tres hijos».
«Vito Scordia», añadía otra, «deja cinco hijos y a la mujer embarazada».
«Es cierto que Cármine Ronca», preguntaba una tercera, «se lleva a su hijo de doce años, que iba a trabajar en la azufrera. ¡Oh, Santa María, al menos podría dejar el niño a su mujer! Ahora, ¿cómo hará aquella pobre cristiana para encontrar ayuda?». «¡Qué llanto, qué llanto!», gritaba lamentosamente una cuarta mujer, más distante. «¡Toda la noche en casa de Luce Aligrecci, su hijo Nico, que acaba de volver del servicio militar, también quiere partir!».
Escuchando estas conversaciones, la vieja Maragracia se tapaba la boca con el chal, para no estallar en sollozos. Pero la vemencia del dolor emanaba de sus ojos sanguíneos, en lágrimas sin fin. Hacía catorce años que sus dos hijos se habían ido a América.
Le habían prometido volver en cuatro o cinco años, pero habían hecho fortuna.
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