
Descripción de LA LEYENDA DEL HACHISCH 47g6m
Un escritor romántico, azorado por la muerte de su amada Leticia, recurre a la ingesta del hachisch y relata sus extremas alucinaciones a partir de descripciones explícitas y grotescas. 4d4n3y
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La leyenda de Hachís. 1904. Clemente Palma. I. Leticia tenía unos ojos negros de los que siempre fluía una mirada cariñosa e interrogadora de animal doméstico. ¡Qué hermosa era! ¡Qué delicioso bienestar me producía el verla acerca de mí, mientras yo llenaba cuartillas de papel en mi mesa de trabajo! Alta, delgada, pálida, extremadamente pálida, venía a sentarse frente a mí con un libro sobre las faldas, en el cual leía, en tanto que no se oía más que el febril galope de mi pluma sobre las cuartillas.
Cuando en mi trabajo se abría una solución de continuidad y levantaba la cabeza, me encontraba con la mirada dulce de Leticia que intentaba indagar la causa de mi interrupción. Otras veces, entraba furtivamente en mi gabinete y, recostándose sobre el espaldar de mi sillón, leía los cuentos de amor que yo escribía. El perfume de sus cabellos me denunciaba la presencia de mi amada. Pero entonces fingía yo no haberla advertido y escribía en el papel una frase de amor de aquellas que a ella, sólo a ella decía, una de aquellas solicitudes ardientes y apasionadas que sólo a ella dirigía.
Al verse descubierta, Leticia enlazaba sus brazos a mi cuello y me besaba en los ojos y en los labios.
¡Pobre reina mía! Recuerdo muy bien las claras noches de verano en que subíamos a la terraza y pasábamos dos o tres horas interrogando al cielo con nuestro pequeño telescopio, bañados por la luz astral que nos cubría como si fuera el sutil polvillo blanco desprendido de las alas de una enorme mariposa pálida. Leticia parecía entonces albergar en su alma el almacasta de las estrellas.
Un ambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tenían entonces una extraña pureza, como si tradujeran el espíritu misterioso que animaba ese infinito abismo abierto encima de nuestras cabezas. Y nos desagradaban y nos avergonzaban los recuerdos impuros de nuestras locuras pasionales, de las exquisiteces y refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilábamos nuestra vida. En esos momentos nuestro amor era oculto. Nos sentíamos impregnados del alma serena del cosmos.
Nuestras miradas vagaban por las comarcas liberales, por Sirio y Canopo, por la Vega y Vettelius, y por la amplia Cabellera de Berenice, y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno de Juno. Nos creíamos acaso andróginos y cruzábamos los misterios de la noche, vinculados por una entrañable fraternidad asexuada. Después, cuando el frío de la noche nos obligaba a retirarnos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nuestros temperamentos y la reacción impura de nuestro amor contra las idealidades de nuestras divagaciones astrales.
Viajé mucho para debilitar el recuerdo de la delicada Leticia. Nuestras locuras y caprichos debían matarla, y así fue. Su cuerpo anémico había nacido para el amor burgués, metódico, sereno, higiénico, y no para el amor loco, inquieto y extenuante, exigido por nuestro cerebro lleno de curiosidades balsanas. Por nuestras fantasías bullentes y atrevidas, por nuestro nervio siempre anhelante de sensaciones fuertes y nuevas.
Los viajes y las distracciones que me procuré para debilitar el recuerdo. La nostalgia de mi Leticia fueron inútiles. En mis horas de disolución y en las de descanso persistía en mi retina la imagen de la amada Aida para siempre. Sentía el vacío de la inolvidable pálida. Lo sentía en medio de la insensata embriagueza que recurría. Lo sentía cuando besaba los labios de otras mujeres. Lo sentía cuando meditaba. Cuando escribía en mi ya solitaria estancia. Cuán desoladas eran mis noches.
Cuán angustiosos mis insomnios durante los cuales, con la mirada hundida en las tinieblas, creía ver a bocetarse, con líneas difusas, la curva de su cuerpo palpitante y febril. Esa curva moderada y noble. Esa línea elegante, sin las osadías que crea el artificio. Esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes de algunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuego interior. El cuerpo de Leticia tenía la delicada pureza de una virginidad cristalizada. El encanto infantil y la gracia de una adolescencia detenida en los músculos antes de su muerte.
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