
Descripción de EL PACIENTE INTERNO z3ex
Dos clientes extranjeros levantan las alarmas en el consultorio del doctor Trevelyan. Si deseas saber lo que están tramando, ven a averiguarlo. 2g2s45
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El paciente interno. 1893. Arthur Conan Doyle. El paciente interno. Agosto de 1893.
Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle. Dr. Trevelyan. Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar alguna de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour de force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público.
Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título «Estudio en Escarlata», ya que el otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplo de esa escila y caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.
No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa. Yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido. —Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo acercándose a la ventana—.
Ajá, han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diría de un paseo a través de Londres? Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Freed Street y del Strand. Holmes se había despojado de su mal humor temporal, y su conversación característica con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un Brogan esperaba ante nuestra puerta. —¡Hm, un médico! —y de medicina general, según veo —comentó Holmes. —No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. Supongo que ha venido a consultarnos. Es una suerte que hayamos vuelto.
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada.
Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguía Holmes hasta nuestro Santum. Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud.
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