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NOVELAS DE AGATHA CHRISTIE
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ELL ROBINSON

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15/5/2025 · 11:55
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NOVELAS DE AGATHA CHRISTIE

Descripción de ELL ROBINSON 5o5n1z

Alejándose del bullicio de la ciudad, un hombre descubre su verdadero ser en medio de la naturaleza. 1o684n

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Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Robinson. Robinson. Querecía era un náufrago de la realidad y perderse en sus sueños inverosímiles.

No quería reconocer más el presente que lo torturaba. No tenía tripas ni corazón para aguantar. Cierto día buscó en el cuarto de San Alejo el baúl de los abuelos forrado en cuero de wey. Lo rescató de los cachivaches y el olvido. Lo metió en sus recuerdos. Lo desempolvó. Lo revisó para comprobar que todavía estaba intacto. Habían pasado los años y hasta el siglo, mientras el olor a madera de cedro persistía. Buscó sus pocas pertenencias. Las depositó con un rito inusitado en el fondo del cajón. Antes de cerrarlo, salió a comprar un ejemplar del tiempo de ese día. Caminó por sus acostumbradas calles rumiando sus groserías mentales, mirando los descaherados, los ombliguitos de las muchachitas coquetas y recogiendo sus últimas imágenes del bochorno y la algarabía.

Con su periódico debajo del brazo regresó a su estancia. Lo dobló y lo guardó, colocando la memoria de los acontecimientos que no conocería como el único testimonio de la partida. Ya había tomado la decisión de viajar a un pueblo desconocido, donde las manos del gobierno, de la guerrilla o algún grupo sátrapa no hubiera llegado, sino que fuera su sueño jamás contado. Un monasterio en los resquicios más perdidos de la vorágine, de esas que en el país por casualidad aparecen totalmente perdidos o borrados del mapa para expulgar sus culpas de los demás. Cerró la puerta y salió a la calle con su rumbo desconocido.

Sintió por última vez el fresco perfume de las muchachas recién bañadas, olidando a jabón, el olor a comida y frutas frescas, aunque el humo de los carros le fastidiaba totalmente, como vómitos de borracho. Buscó la terminal de transportes, pero no quiso comprar el tiquete de viaje para no dejar pista. Mejor pensó, camino a la salida de la carretera central y allá abordo a un autobús o algún vehículo viejo que vaya a cualquier parte, así cumpliré con lo soñado y deseado. Un desvencijado bus Shiba modelo 53 lo recogió y lo llevó por la carretera troncal hasta internarse en un terreno destapado, para llegar a la última punta donde penetró el bus dos el más nuevo que había comprado el distrito de carreteras. Allí lo dejó rodeado por las llanuras y las montañas de un valle.

Un par de mulas cumplían el otro trasbordo de pasajeros. Fueron días y noches de camino hasta que por fin llegó a un pueblo enclavado en la neblina, un aroma a fresco aire floral se conjugaba con la suavidad del rayé legón y la lana de ovejas, contrastando con la tapia de pared añeja. Ese era su otro mundo. No sabía su nombre. El hombre era un invasor de lo raro. Entró en una casa de puertas abiertas. Era la única tienda y su curiosidad de gato con esa estancia que comenzaba a vivir no lo sobresaltaba. Miró la profundidad de la pieza en penumbras. Allí había un depósito de carbón mineral y cal. Descargó su baúl mirando fijo una sombra envuelta en una ruana y con un sombrero entre los ojos que lo miraba por debajo del ala.

Era un cóndor, se dijo para sus adentros. No puso palabra porque dudó que hablara su idogno.

Salió de espaldas con el cajón al hombro hasta una salida donde se hallaba una sola casa. No tenía dónde pasar la noche y el frío devoraba la médula de los huesos. La noche como una ruana negra lo cubría. Tenía y no tenía esperanzas por algo exótico. Su única confianza era encontrar un parque hasta que por fin lo halló frente a una ermita abandonada.

Nuevamente pensó en la casa sola. Se paró frente a un portillo y miró que el águila de las nieves estaba por aparecer de la opacidad. No era un fantasma. El ave de cabeza blanca y pico curvo jaspeado por el frío lo mandó a entrar para que no se congelara. No cruzaron palabras, sólo unas miradas siglosas, y antes de partir ella le ofreció la casa para vivir.

Lo espió con la mirada y se enderríle una palabra de reproche lo atendió y le dijo, puede quedarse todo el tiempo que quiera, la casa queda a su disposición porque yo me marcho. Fueron las únicas palabras que escuchó en la estancia. En la casa no había dónde sentarse, ni cocina, no había nada. Le bastó decir gracias y que Dios le pague.

Desde ese día pasó solo en la casa los días, las noches y los años sin saber nada del águila de las nieves, porque no volvió nunca. Allí encontró un pequeño barbecho donde cultivó papa, frijol, alberja, berenjenas y legumbres para una alimentación de vegetariano. La noción del tiempo existía porque había noches y días, pero la fecha no existía.

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