
Descripción de "El hijo" - Horacio Quiroga 542l3j
Un tenebroso cuento del escritor uruguayo Horacio Quiroga. Narrador: Pavlos Pantazoglou 7u3x
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Es un poderoso día de verano en Misiones, Argentina.
Con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar esta estación.
La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
«Ten cuidado, chiquito», dice su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que el hijo comprende perfectamente.
«Sí, papá», responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos en su camisa, que cierra con cuidado.
«¿Vuelve la hora de almorzar?», observa aún el padre.
«Sí, papá», repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue largo rato con los ojos y vuelve a sus quehaceres del día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la preocupación del peligro.
Puede manejar un fusil y cazar no importa qué.
Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años y parecía tener menos a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún, de sorpresa infantil.
No necesita su padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte caza de pelo, se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir.
Después de atravesar esa isla de monte, su hijo coseará el linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual cazal de garzas, como la que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Solo ahora el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
Cazan solo a veces un yacuturo, onzucará menos aún, y regresarán triunfales.
Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado y su hijo a la meseta con la gran escopeta, Saint-Etienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo, a los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta.
Su hijo de aquella edad la posee ahora y el padre sonríe.
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de que sus pequeños pies y manos, desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de cientos de peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
El padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo.
Tan fácilmente una criatura calcula mal, siente un pie en el vacío y se pierde un hijo.
El peligro subsiste siempre para el hombre de cualquier edad, pero su amenaza mengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo y, para conseguirlo, ha debido resistir no sólo a su corazón sino a los tormentos morales, porque es padre de estómago y vista débiles, sufre de hace tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no dejaba de surgir más que de la nada en que se recluyó.
La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento.
Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre, cuando el chico percutía en la morsa una bala de Parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de un cinturón de caza.
Horrible caso.
Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
«La Saint-Étienne», piensa el padre al recordar la detonación.
Dos palomas menos en el monte.
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo a sus tareas.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo.
A donde quiera que se mire, piedras, tierra, árboles, el aire, enrarecido, como en un horno, vibra con el calor.
Un profundo zumbido que llena el ser eterno e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza.
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