
Descripción de LA CRUZ DEL DIABLO 403y3g
Unos turistas llegan a un pueblo donde hay una cruz. Cuando se preguntan por el orígen de ésta, les relatan un suceso que involucró a un cruel asesino y su misteriosa armadura. 58641a
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La Cruz del Diablo, 1860. Gustavo Adolfo Becker. Que lo creas o no, me importa bien poco. Mi abuelo se lo narró a mi padre. Mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora. Siquiera no sea más que por pasar el rato. Primero. El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando, después de una fatigosa jornada, llegamos a Belver, término de nuestro viaje.
Belver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos. Los blancos calceríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sabana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca a cuyos pies tuercen estas su curso, y sobre cuyas cimas se notan a un remoto vestigio de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Úrgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosas márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro, la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata a que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmento de sillería. La destructora acción de los años que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piebra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina la sirve de docel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos. Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante, ideas ligerísimas sin forma determinada, que unían entre sí, como un visible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu. Impulsado de un sentimiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente pie a tierra. Me descubrí y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño.
Una de aquellas oraciones que, cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse. Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con violencia por los hombros. Volví la cara. Un hombre estaba al lado mío. Era uno de nuestros guías, natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación enérgica, aunque muda. El pobre hombre, sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de verdad que me sobrecogió. Por la memoria de su madre, por lo más sagrado que tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz.
Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio. Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco, pero él prosiguió con igual vehemencia. Usted busca la frontera. Pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida. Yo no pude menos que sonreírme. ¿Se burla usted? ¿Cree acaso que esa es una cruzanta como la del Porsche de nuestra iglesia? ¿Quién lo duda? Pues engaña a usted de medio a medio, porque
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