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La cosa con pezuñas - Robert E. Howard (Audio-relato)

La cosa con pezuñas - Robert E. Howard (Audio-relato) 2t6l1h

19/5/2025 · 41:31
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"The Hoofed Thing", es un relato de Robert E. Howard, perteneciente a los Mitos de Cthulhu, publicado en 1996. La historia se narra desde la perspectiva de un joven llamado Michael Strang. Su prometida, Majory Ash, tiene un gato gordo con el desafortunado nombre de Bozo. Al principio del relato, Bozo no había aparecido tras su habitual ronda nocturna. Dado que varias otras mascotas ya habían desaparecido en el vecindario, Marjory se siente desconsolada. Michael sospecha que algún pervertido humano con una manía sádica por envenenar animales mató al gato, pero aun así accede a salir en busca de la mascota desaparecida, aunque tenía pocas esperanzas de encontrarlo. 2k453l

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Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

La cosa con pezuñas.

Robert T. Howard.

Marjorie lloraba la pérdida de gozo, su rechoncho gato maltés, que no había regresado tras su habitual ronda nocturna.

Se había desatado recientemente una peculiar epidemia de desapariciones de gatos en el vecindario, y Marjorie estaba desconsolada.

Nunca pude soportar ver a Marjorie llorar, así que salí en busca de la mascota extraviada, aunque con pocas esperanzas de encontrarla.

Con demasiada frecuencia algún humano pervertidos hacia sus instintos sádicos envenenando animales apreciados por otros humanos, y estaba seguro de que gozo y la veintena o más que habían desaparecido durante los últimos meses habían sido víctimas de un lunático de ese tipo.

Saliendo del jardín de la casa de los Ash, crucé varias parcelas libres cubiertas de hierba crecida y maleza, y llegué a la última casa del otro lado de la calle, un edificio ruinoso construido sobre un terreno irregular y que había sido ocupado recientemente, aunque sin restaurarlo, por un tal Stark, un oriental solitario y retraído.

Mirando la vieja casa de estar talada alzándose entre grandes robles y retirada a unos cientos, cien metros aproximadamente de la calle, se me ocurrió que el señor Stark podría quizás arrojar algo de luz a este misterio.

Entré por la desvencijada verja de hierro oxidado y recorrí el agrietado camino, apreciando el abandono general del lugar.

Poco se sabía sobre su propietario y aunque habíamos sido vecinos durante más de seis meses, no había tenido oportunidad de verlo de cerca.

Se rumoreaba que vivía solo, incluso sin servidumbre, a pesar de estar lisiado.

Un estudioso excéntrico de naturaleza taciturna y con suficiente dinero como para satisfacer sus caprichos, esa era la opinión general.

El amplio porche, parcialmente cubierto de yedra, recorría toda la fachada de la casa y continuaba por los laterales.

Cuando me disponía a levantar la anticuada al daba de la puerta, oí el sonido de unos pasos vacilantes y arrastrados, y al girarme me encontré mirando de frente al propietario de la casa, que se había acercado cojeando por una de las esquinas del porche.

Su aspecto era extraordinario, a pesar de su discapacidad.

El rostro era el de una asceta y pensador, de frente alta y magnífica, espesas cejas negras que casi se juntaban, y sobre sombrías ojeras unos profundos ojos negros penetrantes y magnéticos.

Tenía una fina nariz de arco alto, aguileña como el pico de un ave de presa.

Los labios eran delgados y de expresión firme, y el mentón era enorme y prominente, casi brutal en su determinación y negociable.

No era un hombre alto, aunque hubiera estado erguido, pero su corto y grueso cuello combinado con su enorme espalda apuntaba a la existencia de una fuerza que no concordaba con su postura corporal.

Y es que se movía lentamente, con aparente dificultad, apoyándose en la muleta, y pude ver que levantaba una pierna de forma curiosa, y en el pie llevaba un calzado como el que usan los tullidos.

Me miraba con expresión de curiosidad.

-"Buenos días, señor Stark", dije, lamento molestarle.

-"Soy Michael Strand.

Vivo en la última casa al otro lado de la calle.

Tan solo pasé para preguntarle si había visto un gato maltes grande recientemente".

Su mirada me intimidó.

-"¿Y qué le hace pensar que yo podría saber algo sobre ese gato?" Me preguntó con voz profunda.

-"Nada", confesé, sintiéndome bastante estúpido.

-"Pero es el gato de mi novia y está desolada por haberlo perdido.

Como usted es su vecino más cercano al otro lado de la calle, pensé que podría haber una remota posibilidad de que hubiera visto al animal".

-"Entiendo", sonrió amablemente.

-"No, lo siento, no puedo ayudarle".

Oí algunos gatos aullando entre los árboles ayer noche, de hecho, los oí demasiado claramente, ya que me había dado uno de mis ataques de insomnio, pero no he visto el gato que menciona usted.

-"Esto es un elemento la pérdida.

Quiere pasar".

Estaba bastante intrigado por conocer más acerca de mi vecino, así que acepté su invitación, y me guió hasta un estudio con olor a tabaco y a piel de libros.

Curiosé los volúmenes de unas estanterías que llegaban hasta el techo, pero no tuve ocasión de examinar sus títulos, ya que mi anfitrión resultó ser sorprendentemente locuaz.

Parecía feliz por mi presencia, y yo sabía que tenía pocas o ninguna visita.

Me pareció un hombre de una enorme cultura, un conversador elegante y un solícito anfitrión.

Sacó whisky y soda de un armario con puertas de lo que parecía plata maciza, y mientras bebíamos hablamos de distintos temas desde perspectivas sumamente interesantes.

Al saber por uno de sus comentarios al azar que yo estaba profundamente interesado en las investigaciones antropológicas del catedrático Hendrik Brüller, comentó el tema ampliamente y matizó alguno de los puntos en los que yo vacilaba.

Fascinado por la evidente erudición del hombre, pasó casi una hora antes de que pudiera marcharme, aunque me sentí extremadamente culpable al pensar en la pobre Marjorie, que esperaba noticias del desaparecido Gozo.

Me dispuse a irme, prometiéndole volver pronto, y mientras salía por la puerta principal se me ocurrió que después de todo no había averiguado nada en absoluto sobre mi anfitrión.

Él había mantenido cuidadosamente la conversación en términos impersonales.

También concluí que, aunque no supiese nada de Gozo, la presencia de un gato en la casa podría serle de utilidad.

En varias ocasiones pude oír mientras charlábamos el trasiego de algo que se movía en el piso de arriba, aunque, pensándolo mejor, el ruido no se asemejaba especialmente al movimiento de roedores.

Había sonado más como un pequeño ternero o corderillo, u otro tipo de cría de animal de pezuña, trotando en el piso de arriba.

Tras una exploración exhaustiva del vecindario que no reveló rastro alguno de los lugares del hogar, me fui a caminar por el barrio.

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