
El caso de la joven arisca (Perry Mason) - Erle Stanley Gardner (Audiolibro) 112v9
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"The Case of the Sulky Girl" (1933) es una novela de misterio escrita por Erle Stanley Gardner, parte de la serie de Perry Mason. En esta historia, una joven con un carácter difícil necesita la ayuda de Perry Mason para leer el testamento de su padre, donde se establece que su cuantiosa fortuna se destinará a beneficencia si ella se casa antes de cumplir una cierta edad. 2q1029
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El caso de la joven Ariska. L. Stanley Gardner.
Capítulo 1. La joven que entraba pasó delante de la secretaria, que mantenía abierta la puerta, y recorrió con la vista todo el despacho, mostrando en sus ojos ciertos indicios de terror. La secretaria cerró suavemente la puerta, mientras la visitante se dirigía a un anticuado sillón, de alto respaldo, tapizado de cuero negro.
Sentóse en él, cruzó las piernas, estiró la falda hacia abajo, para cubrirse las rodillas, y se acomodó frente a la puerta, por donde acababa de entrar. Tras un breve instante, tiró de su falda, volviendo a levantar el borde una o dos pulgadas y preocupándose mucho de conseguir el efecto que se proponía.
Después, se recostó en el sillón cuyo negro y brillante cuero hizo resaltar vivamente la rubia y ondulada cabellera de la joven. Su aspecto era patético y desamparado, sentada allí en el enorme despacho, y empequeñecida por las excesivas proporciones del viejo sillón.
Y sin embargo, notabas en ella algo que daba la impresión de haber conseguido deliberadamente aquel efecto. Se apreciaba cierta felina minuciosidad en el cuidado con que adoptara aquella postura y en la difícil perfección de su desamparo juzgada desde cualquier punto de vista, resultaba una linda mujer. Tenía el cabello sedoso, los ojos grandes y oscuros.
Los pómulos, salientes. Los labios gruesos y bien formados. Era pequeñita, aunque perfectamente proporcionada, y vestía con suma elegancia. No obstante, notabase una estudiada inmovilidad en su expresión, de completa indiferencia, como si estuviese rodeada por una muralla protectora. Abrióse la puerta del despacho interior, y Perry Mason entró en la oficina.
Se detuvo cuando ya había avanzado dos pasos en la habitación, contemplando a aquella muchacha con pacientes ojos que parecían tomar nota de los más mínimos detalles de su apariencia.
Ella soportó aquel escrutinio sin el menor cambio de su postura ni en la expresión de su rostro.
¿Es usted el señor Mason? le preguntó la joven con simpatía en la voz. Él no contestó hasta después de haber dado la vuelta a la plana mesa de despacho que utilizaba para tratar con sus visitantes y se hubo dejado caer en el sillón giratorio.
Perry Mason producía siempre una impresión de grandeza. No la que se deriva del volumen, como pasa con las personas gruesas, sino de la que tiene su origen en la verdadera fortaleza de cuerpo y alma. Era ancho de hombros, con un rostro de rasgos enérgicos, y sus ojos reflejaban siempre ecuanimidad y paciencia.
Frecuentemente, estos ojos cambiaban de expresión, pero la cara permanecía inalterable en su rudo aspecto de paciente serenidad. Sin embargo, el hombre no tenía nada de apacible. Era un luchador. Un luchador que acaso podría esperar tranquilamente el momento propicio para descargar su acometida, pero que, cuando llegara la ocasión, atacaría sin piedad y con toda la contenida fuerza de una catapulta.
Sí, contestó a la pregunta de su visitante, yo soy Perry Mason. ¿Qué puedo hacer por usted? Los oscuros ojos de la joven le estudiaron con reconcentrada astucia. Yo soy Fran Selaine.
¿Fran? preguntó él, elevando el tono de su voz. ¿Es una abreviación de francés? contestó la muchacha. Muy bien, replicó Perry Mason. ¿En qué puedo servirla, señorita Selaine? Y al hacer esta pregunta, los negros ojos de él permanecieron inmóviles en su rostro, mientras el dedo índice de la interpelada recorría el brazo del sillón, explorando con detención las irregularidades y relieves del cuero. Había algo en aquella distracción que parecía revelar, por parte de la joven, una inconsciente meditación acerca de su actitud mental. Quisiera averiguar ciertos detalles relativos a un testamento, contestó.
No se manifestó ningún cambio en los tranquilos y pacientes ojos de Perry Mason.
No me ocupo mucho de los testamentos, le replicó a su visitante. Soy abogado criminalista.
Mi especialidad consiste en la defensa de casos criminales, preferiblemente ante jurados.
Doce personas encerraditas en un cajón. El jurado. En eso soy un verdadero especialista.
Por lo tanto, me temo que no le podré ser muy útil en un asunto testamentario.
Es que este asunto terminará probablemente en una causa, explicó la señorita Selaine.
El continuó observándola, sin manifestar la menor emoción en su mirada.
¿Se trata entonces de un pleito testamentario? Pregunto.
No, dijo ella. No es un pleito precisamente. Necesito informarme acerca de un legado en depósito. Bien, replicó el abogado, con suave insistencia, supongamos que usted empiece por detallarme exactamente lo que desea saber.
Una persona muere, explicó la joven, y deja un testamento que contiene una cláusula por la cual uno de los beneficiados en el documento...
¡Alto, un momento! Exclamó Perry Mason, interrumpiéndola.
No siga por ese camino. Contésteme antes a esta pregunta.
¿Se refiere a usted misma este asunto? Sí, señor.
Muy bien, dijo él. Entonces deme los principales detalles y déjese de andar por las ramas.
Se trata del testamento de mi padre, confesó la muchacha.
Se llamaba Carol Selaine. Yo soy hija única.
Eso es una ventaja, indicó el abogado. Hay un montón de dinero que me corresponde a mí, según ese testamento. Algo así como un millón de dólares.
Perry Mason se mostró más interesado. ¿Y cree usted que acabará empleado esta testamentaría? No lo sé, contestó ella. Espero que no.
Bien, prosiga, indicó el abogado. Mi padre no me legó el dinero disponible.
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