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La voz que te cuenta audiolibros
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La bellas de Antón Chéjov

La bellas de Antón Chéjov 4f1uk

16/4/2025 · 28:31
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Descripción de La bellas de Antón Chéjov 336o2k

El impacto que causa la irrupción de la belleza y el rastro de melancolía que provoca quién se expone a ella, especialmente en la juventud, es el tema central de este magnífico relato de Antón Chéjov "Las bellas". Nadie como Chéjov ha retratado las emociones e impresiones sobre la vida de los seres humanos y que plasmó magistralmente en sus cuentos. Este de "Las bellas", además, puede contar seguramente un fragmento de la historia de cualquier lector. Sobre el Autor: Antón Chéjov (1860–1904) fue un destacado escritor y dramaturgo ruso, considerado uno de los maestros del cuento moderno y una figura clave en la transición del teatro clásico al moderno. Nacido en Taganrog, Rusia, en una familia humilde, Chéjov estudió medicina en Moscú, profesión que ejerció durante toda su vida, incluso mientras escribía. Su formación médica influyó profundamente en su mirada compasiva y analítica de la condición humana. Comenzó escribiendo relatos humorísticos para revistas, pero pronto desarrolló un estilo más serio y profundo. En sus cuentos, como La dama del perrito o El pabellón número 6, retrata la vida cotidiana con una mezcla de realismo, melancolía y una sutil ironía. Fue un observador agudo de la psicología humana y evitó los juicios morales explícitos, prefiriendo sugerir más que afirmar. En el teatro, sus obras revolucionaron el arte dramático. Piezas como La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos rompieron con el melodrama tradicional y presentaron personajes complejos atrapados en una existencia banal, con diálogos naturales y silencios elocuentes. Murió de tuberculosis a los 44 años, pero dejó una huella perdurable en la literatura y el teatro. Su obra influenció profundamente a escritores y dramaturgos del siglo XX, y su legado sigue vivo en los escenarios y en la literatura universal. 306r1o

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Las Bellas. Un cuento de Anton Chekhov. Yo soy la voz que te cuenta. Capítulo 1.

Recuerdo que cuando era un colegial de quinto o sexto curso, acompañé una vez a mi abuelo desde la aldea de Bolsaya Krepkaya, en la región del Diodón, hasta Rostov del Don. Era un día de agosto sofocante, depresivamente aburrido. Nuestros párpados permanecían pegados y nuestra boca reseca a causa del calor y del viento seco que arrastraba las nubes de polvo en nuestra dirección.

Ninguno de nosotros era capaz de observar lo que nos rodeaba, iniciar una conversación o pensar. Y cuando nuestro adormilado cochero Kaypuel Yoyol rozó mi gorra con su látigo al increpar al caballo, no protesté, no hice sonido alguno, sino que me limité a entreabrir los ojos a otear desanimado el horizonte. Podía verse alguna aldea a través de la polvareda.

Nos detuvimos para dar de comer a los caballos en el extenso asentamiento armenio de Bashi Salaj, en la casa de un acomodado armenio conocido de mi abuelo. Nunca en toda mi vida he visto nada más grotesco que aquel hombre. Imaginaos una cabeza diminuta y pelada, con unas cejas enormes que colgaban hacia abajo, una nariz de aguilucho, bigotes inacabables y encanecidos, y una boca gruesa de la que sobresalía un chubuc de madera de cerezo.

La cabecita había sido colocada con descuido sobre una carcasa extravagante y corbada, recubierta por extraños atuendos, una chaqueta corta roja y unos vistosos pantalones bombachos azul cielo. La criatura caminaba extendiendo las piernas, arrastrando las zapatillas, mascullando con su chubuc metido en la boca, pero sin dejar de comportarse con la dignidad que caracteriza la auténtico armenio.

Ni una sola sonrisa, los ojos al acecho, y esforzándose en prestar tan poca atención a sus huéspedes como fuera posible. Dentro de la morada del armenio no hacía viento, pero era igual de desagradable, recargada y deprimente que la pradera y el camino, y recuerdo que me senté sobre un cofre de color verde en una esquina de la sala, manchado de polvo y acalorado. Las paredes de madera sin pintar, los muebles y el entarimado recubierto de manchas ocres apestaban a madera chicharrada por el sol.

Donde fuera que mirase, sólo había moscas y más moscas. Mi abuelo y el armenio hablaban en voz baja sobre las ovejas, los campos y los problemas del pastoreo. Era consciente de que sería necesaria al menos una hora para que el samovar estuviera listo, y de que mi abuelo se pasaría otra hora entera tomando el té, para después echarse la siesta durante dos o tres horas más.

Me pasaría un cuarto de mi día esperando, y lo que me aguardaba después era más calor, más polvo, más carreteras llenas de socavones. Escuchando las dos voces susurrantes, empezó a parecerme que ya había visto hacía mucho al armenio, aquel armario lleno de cubiertos, las moscas y las ventanas sobre las que golpeaba el sol caliente, y que sólo desaparecían en un futuro muy distante.

Sentí un odio inmenso por la estepa, el sol y las moscas. Una mujer ucraniana que llevaba un charpuesto, entró con una bandeja con los sabíos del té, y después con el samovar. El armenio se dirigió con pasos cansinos hacia el vestíbulo, y gritó, Masia, entra y sirve el té. ¿Dónde estás, Masia? A continuación se escucharon unos pasos que se apresuraban, y una chica de unos dieciséis años entró en la sala.

Llevaba puesto un vestido de algodón, sin adornos, y un chal blanco. Mientras lavaba los utensilios y servía el té, permaneció de espaldas a mí, y todo cuanto observé fue que tenía la cintura estrecha, y que iba descalzada.

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