
Descripción de Amor a la Vida de Jack London 3u6h1l
Tal vez este relato "Amor a la vida" de Jack London (1876-1916), sea el más extraordinario relato de aventuras y supervivencia que se haya escrito jamás. Y este ascenso a la cúspide de los relatos de aventuras viene dado por el realismo de las descripciones, los detalles y las dificultades del protagonista al que acompañamos a través de los tintes verídicos del cuento. Recuerda enormemente a la película "El renacido", protagonizada por Leonardo di Caprio y que a su vez está basada en la novela de Michael Punke, que describe las experiencias de Hugh Glass en 1823. Una auténtica odisea literaria. 6043p
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Amor a la vida, un cuento de Jack London. Yo soy la voz que te cuenta. Comienza el cuento con un epígrafe que dice así. Sólo esto de todo quedará. Arrojaron los dados y vivieron. Parte de lo que juegan ganarán, pero el oro del dado lo perdieron. Caminaban con dificultad por la empinada orilla del río cojeando en cada paso. En cierto momento el líder tropezó en las rocas escarpadas. Su aspecto era de debilidad y agotamiento y sus rostros reflejaban la paciencia que se adquiere tras enfrentar numerosos desafíos.
Llevaban pesadas cargas de mantas sujetas con correas sobre sus hombros que también sostenían las bandas de cuero que les cruzaban la frente. Ambos portaban rifles y avanzaban encorvados con los hombros inclinados hacia adelante y la mirada fija en el suelo. Ojalá tuviéramos aquí dos de esos cartuchos que hay en el escondrijo, dijo el segundo. Hablaba con voz monótona y totalmente carente de expresión.
Su tono no revelaba el menor entusiasmo y el que abría la marcha cojeando y chapoteando en la corriente lechosa que espumeaba sobre las rocas no se dignó responder. El otro lo seguía pegado a sus talones. No se detuvieron a quitarse los mocasines ni los calcetines, aunque el agua estaba tan fría como el hielo, tan fría que lastimaba los tobillos y entumecía los pies. En algunos lugares batía con fuerza contra sus rodillas y les hacía tambalearse hasta que conseguían recuperar el equilibrio.
El que marchaba en segundo lugar resbaló sobre una piedra pulida y estuvo a punto de caer, pero logró evitarlo con un violento esfuerzo. Mientras profería hubo una aguda exclamación de dolor. Se le veía cansado y mareado y mientras se tambaleaba extendió la mano que tenía libre en el vacío como buscando apoyo en el aire. Cuando se enderezó dio un paso al frente, pero resbaló de nuevo y casi cayó al suelo. Luego se quedó inmóvil y miró a su compañero que ni siquiera había vuelto la cabeza.
Permaneció clavado en el suelo un minuto entero como debatiéndose consigo mismo. Luego gritó, ¡Bill, me he dislocado el tobillo! Bill continuó avanzando a trompicones en el agua lechosa. No se volvió. El hombre lo vio alejarse con su habitual carencia de expresión, pero su mirada era la de un ciervo herido. Su compañero ascendió cojeando la ribera opuesta del río y siguió su camino sin mirar atrás.
El hombre lo contemplaba con los pies hundidos en la corriente, sus labios y el tupido bigote castaño que los cubría temblaba visiblemente. Se humedeció los labios con la lengua. ¡Bill! llamó. Era que ella la súplica de un hombre fuerte en peligro, pero Bill no se volvió. Su compañero lo vio alejarse cojeando grotescamente y subiendo con paso inseguro la suave pendiente que ascendía hacia el horizonte que formaba el perfil de una pequeña colina.
Lo vio alejarse hasta que atravesó la cima y desapareció. Luego volvió la vista y miró lentamente en torno suyo al círculo del mundo que, al haberse ido Bill, era exclusivamente suyo. Cerca del horizonte el sol ardía débilmente, casi oscurecido por la neblina y los vapores informes que daban la impresión de una densidad y una masa sin perfil ni tangibilidad.
El hombre descansó el peso de su cuerpo sobre una sola pierna y sacó su reloj. Eran las cuatro en punto y por ser aquellos días los últimos de julio o los primeros de agosto, no sabía con exactitud qué fecha era, pero podía calcularla dentro de un margen de error de unas dos semanas. El sol tenía que apuntar más o menos hacia el noroeste.
Miró hacia el sur. Sabía que en algún lugar a espaldas de aquellas colinas desoladas se hallaba el lago del gran oso. Sabía también que en esa dirección el círculo polaro.
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