
4x02 : ENTRADA DE LA INQUISICIÓN EN LA ISLA DE LEÓN (AUDIO-LIBRO) 4o5k1n
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Os dejamos un nuevo extracto de nuestro futuro libro sobre la Inquisición en La Isla de León. En esta ocasión relatamos la entrada del cortejo procesional que trae a dos inquisidores a La Isla de León. ¿Por qué están en La Isla? ¿Qué ha ocurrido para que vengan a esta Villa? 3l266g
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Los legados primero de abril de 1733, miércoles santo. Con el alba apenas desplegando sus primeros
hilos dorados sobre las aguas salobres del caño de Sancti Petri, la procesión surgió de la bruma
como una visión extraída de los sueños más sombríos de los cañaillas presentes. Primero
llegó el sonido, un lamento profundo arrastrado por el viento que emergía de las trompetas y
parecía rescatar ecos de penitencias olvidadas. Luego, antes incluso de distinguirse formas,
el aroma denso del incienso invadió el aire, llegando a las narices de los curiosos que ya
se apiñaban en los campos cercanos. Expectantes y temerosos, al frente caminaba un monje,
su figura recortada contra el cielo incipiente, portando una cruz de guía cuya superficie verde
brillaba débilmente bajo los rayos tímidos del sol naciente. A su izquierda, un niño descalzo,
con las manos crispadas sobre una palma marchita, avanzaba con los ojos perdidos en algún punto
lejano, como si cargara consigo no sólo un símbolo de pureza, sino también el peso de un sacrificio
inminente. Su concentración era tal que las pequeñas piedras del camino no le hacían daño
al dar cada paso. A su derecha, un soldado de la orden de Calatrava, erguido y severo,
blandía una espada hacia el cielo, cuyo filo reflejaba el fulgor frío de una justicia que
no conocía con pasión. Los pendones de la Inquisición ondeaban pesadamente, mostrando
a la isla de León el escudo que todos temían, un emblema de fe y condena entrelazadas. El camino
real parecía estrecharse bajo el paso solemne del séquito. Algunos monjes llevaban cráneos humanos
en las manos, símbolos irrefutables de la muerte y el juicio final. Sus cánticos, graves y
desgarradores, resonaban como un requiem que penetraba hasta los huesos de quienes osaban
asomarse a las veredas. Una tensión invisible se apoderó del lugar. Nadie hablaba, nadie se movía
más allá de lo necesario. Incluso los más incrédulos bajaron la mirada, temiendo que sus
pecados más ocultos fueran descubiertos por aquellas miradas implacables. Cuando el cortejo
llegó al castillo, hizo alto. Allí, en la capilla de la Virgen del Rosario, todos se arrodillaron. El
aire, cargado de incienso y humedad, parecía detener el tiempo mismo. Frente a la talla de la
Virgen, depositaron un pergamino lacrado, cuya presencia emanaba un aura ominosa. Sólo cuando
el monje que lo había entregado se incorporó, pronunció con voz grave y vibrante, «El Viernes
Santo, la voluntad de Dios, se manifestará en esta tierra». La noticia corrió como pólvora
encendida. En Chiclana, Cádiz y Jerez, las cofradías se activaron, enviando mensajeros
con cirios y pendones. En la Isla de León, la familia Ponce de León, cuyo linaje databa tanto
como el propio puente que ahora pisaban, recibió órdenes de preparar tropas. La procesión continuó
su avance, deteniéndose frente a la construcción aún inconclusa de la Iglesia del Carmen. Allí,
el vocero elevó su voz, áspera como el filo de un cuchillo. «Confesaos, habitantes de la isla,
si hay pecado en vuestro corazón, que sea purgado ahora, o la justicia divina os alcanzará». Nadie
se atrevió a respirar, mientras las palabras retumbaban, prometiendo redención para quienes
pagaran, y castigo eterno para los impíos. Reemprendido su camino por la villa, el cortejo
dejó de ser.
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