
4- FIN DEL RELOJ. El tren de las horas. 1h2067
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La historia del tren de las horas, refleja cómo percibimos el tiempo en cada etapa de la vida: la infancia despreocupada, la juventud impaciente, la adultez apresurada y la vejez contemplativa. t5q70
Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.
Fin del reloj.
El tren de las horas.
El tren apareció al amanecer envuelto en una neblina pálida que parecía no pertenecer del todo a este mundo.
No había raíles visibles, y sin embargo, avanzaba suave, silencioso, como si flotara sobre el tiempo mismo.
Era un tren interminable, compuesto por vagones de diferentes colores y estados, algunos relucientes y otros desgastados por el paso de algo más que los simples años.
El primer vagón, todo era un estallido de color y de ruido.
Niños pequeños que corrían por los pasillos, reían a carcajadas, jugaban a las escondidas entre los asientos, sin orden alguno.
Para ellos el tiempo no existía, cada minuto era una eternidad, cada segundo era un descubrimiento.
No había destino, sólo el ahora, el momento puro.
Algunos apretaban los juguetes desgastados, otros miraban por las ventanas sin ver más que un paisaje borroso, porque aún no habían aprendido a distinguir las estaciones por las que estaban pasando.
El segundo vagón era diferente, la energía aún vibraba en el aire, pero había una impaciencia subyacente.
Aquí viajaban los jóvenes, adolescentes que balanceaban el ritmo del tren, inquietos con las manos llenas de mapas arrugados y billetes imaginarios.
Hablaban en voz alta en las estaciones que querían visitar, haciendo planes y cambiándolos a cada minuto.
Algunos discutían qué harían cuando pudieran saltar del tren, convencidos de que el viaje dependía solamente de su voluntad.
Las ventanas ya no eran sólo un fondo borroso, sino una promesa, paisajes que ansiaban recorrer, puertas que estaban seguros de poder abrir en cualquier momento.
Luego venía el vagón de los adultos, aquí el aire pesaba, los colores eran más apagados y las paredes estaban cubiertas de relojes, de relojes que hacían tic-tac, tic-tac.
Cada pasajero tenía uno propio, relojes de pulsera, de bolsillo, de pared, todos diferentes, todo con las agujas avanzando al mismo ritmo.
Algunos pasajeros intentaban adelantar sus relojes, apurándose a la siguiente estación como si al llegar más rápido pudieran ganarle al tiempo.
Otros, desesperados, daban cuerda hacia atrás, tratando inútilmente de retrasar lo inevitable.
Las conversaciones eran breves, calculadas, porque cada palabra parecía un gasto de segundos preciosos, nadie miraba por las ventanas, todos tenían la vista fija en sus relojes.
El siguiente vagón estaba lleno de silencio, aquí viajaban los ancianos, ya no llevaban relojes, las paredes estaban desnudas como si el tiempo ya no importase, sus rostros reflejaban las estaciones por las que habían pasado, las puertas que se abrieron y cerraron a lo largo del camino, algunos miraban las fotos desgastadas que llevaban en sus bolsillos, otros simplemente contemplaban las caras de sus compañeros de viaje, las ventanas les mostraban un paisaje que reconocían, no porque fuera familiar, sino porque sabían que cada árbol, cada colina y cada estación vista desde allí era una despedida, ya no preguntaban a donde iba el tren, solo aceptaban el destino.
Y finalmente, estaba el último vagón, era oscuro y silencioso, las ventanas cubiertas de un cristal opaco, negro como la noche, y las puertas permanecían cerradas, nadie podía entrar por voluntad propia, solo cuando el tren llegaba a ciertas estaciones, algunas anunciadas con alteración, otras de forma inesperada, y es que una figura cruzaba la puerta y entraba en el vagón, no serían protestas, ni gritos, solamente un paso firme y un cierre suave. El tren nunca se detenía del todo, las estaciones pasaban como susurros, algunas apenas visibles, otras iluminadas por breves instantes antes de desaparecer, algunos pasajeros subían corriendo, mientras otros descendían con pasos vacilantes o resueltos, pero el viaje continuaba.
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