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Relatos ERÓTICOS
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SANTA LUJÚRIA - PARTE 5

SANTA LUJÚRIA - PARTE 5 40403r

3/5/2025 · 01:00:28
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Relatos ERÓTICOS

Descripción de SANTA LUJÚRIA - PARTE 5 3ud66

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Lee el podcast de SANTA LUJÚRIA - PARTE 5

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Tus fantasías más prohibidas están aquí.

Relatos calientes.

Hoy presentamos.

Santa lujuria, parte 5.

Eva estaba llorando en su habitación.

No podía creer lo que acababa de pasar.

Había besado a un hombre.

Lo que era peor.

Se había visto obligada a hacerlo.

No entendía por qué Dios había permitido que algo así le pasara.

No podía comprender cómo era posible que existiera gente tan mala en el mundo.

Al conocerlo, había pensado que el señor Reinaldo era un salvador.

Un santo enviado a salvar el convento.

El hombre que impediría que ellas tuvieran que sufrir el desalojo de ese que era su hogar.

Pero ya había visto su verdadero rostro.

El rostro de un demonio.

Un hombre que, guiado por el ansia de saciar su propia lujuria, estaba dispuesto a dejar que decenas de hermanas como ella terminaran en la calle.

Miró el crucifijo que tenía sobre su cama.

Ese al cual todas las noches, sin falta, le rezaba.

¿Por qué me haces esto? Le preguntó.

No esperaba una respuesta por parte de la figura, obviamente.

Pero se sentía con derecho de hacer esa pregunta.

Nunca cuestionaba los designios de Dios.

Pero en esos momentos de verdad que no entendía el camino que había deparado para ella.

De pronto escuchó golpes en su puerta.

Lo cual la estremeció.

¿Sí? Preguntó tratando de disimular su lamentable estado.

¿Quién es? Soy Rubí, hermana.

Dijo una voz dulce y juvenil del otro lado de su puerta.

¿Puedo pasar? Eva no quería que nadie la viera llorando.

No estaba de ánimos para dar explicaciones, menos para inventar una mentira que encubriera tan macabra experiencia.

Eh, estoy un poco indispuesta, hija mía.

Dijo como única respuesta, tratando de que su voz no la delatara.

¿Necesitas algo? Yo… no… bueno, sí.

La chica parecía nerviosa.

El padre Gregorio me mandó a buscarla.

¿Quiere hablar con usted? Está bien, gracias, respondió Eva.

Ahora mismo voy.

La chica se retiró.

Incluso a través de la puerta, Eva notó la ausencia de esa gracia juvenil que caracterizaba tanto a la joven Rubí.

Pensó que tal vez tendría un problema, y le hubiera gustado hablar con ella y ver si podía ayudarla.

Pero lo cierto es que, en esos momentos, ella misma tenía un problema mucho más grande que cualquier cosa que le pudiera estar pasando a la joven novicia.

Sabía que era un pensamiento egoísta, pero después de lo que había pasado y de las decisiones que tendría que tomar, pensó que estaba en su derecho de permitirse tal atisbo de mezquindad.

Se limpió la cara y trató de disimular su estado lo mejor que pudo.

Luego se dirigió a uno de los baños que había en el convento y se lavó la cara.

Tenía que eliminar cualquier rastro de las lágrimas que acababa de derramar.

No podía dejar que nadie la viera así.

Mientras lo hacía, consideró decirle la verdad al padre Gregorio.

Era un hombre bueno, la entendería, y ella estaba segura de que no la iba a juzgar.

Pero la vergüenza que sentía en esos momentos era demasiado fuerte.

Además, las palabras de Reinaldo Mata seguían rondando por su cabeza.

María ciertamente no entendía mucho de negocios.

Pero sabía bien que el hombre tenía razón cuando dijo que el convento no era más que un problema para la decisión definitiva de adquirir los terrenos rurales donde se levantaba.

Si le decía la verdad al padre Gregorio, éste insistiría en terminar el trato.

Seguramente se molestaría con el hombre y ese sería el fin.

Adiós a su futuro.

Ella y sus hermanas tendrían que irse a otros lugares, la gente del pueblo quedaría completamente desamparada, y ella además tendría que abandonar a su padre, justo ahora que esa maldita enfermedad lo estaba matando.

No, no podía permitir que nada de eso pasara.

Aunque le doliera en el alma traicionar sus ideales y sus creencias, sabía que estaba entre la espada y la pared.

No podía hacer otra cosa más que someterse a los insanos deseos del hombre, al que equivocadamente había considerado poco menos que un mesías.

La vida de mucha gente dependía de ella.

Después de secarse el rostro, se miró en el espejo del baño.

Era uno bastante pequeño y sucio.

Nadie se preocupaba en limpiarlo, pues la vanidad era un peligro.

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