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El contenido del siguiente programa es responsabilidad de sus realizadores.

Aquí comienza Nautilus, Biblioteca a Fondo.

Programa de la Biblioteca Central de la Universidad Pedagógica Nacional.

Nautilus, Biblioteca a Fondo.

Hola, les damos la bienvenida a la segunda temporada de Nautilus, ahora Biblioteca a Fondo. Hemos realizado algunos pequeños ajustes para continuar mejorando los contenidos y la producción de este espacio que pretende transmitir el quehacer de las bibliotecas, principalmente de la Biblioteca Central de la Universidad Pedagógica Nacional. Para comenzar, les cuento que tenemos un tributo al libro, como el objeto que históricamente ha sido una de las herramientas transmisoras de conocimiento, educación y cultura. En este primer episodio, haremos un homenaje al libro, sus relaciones con otros materiales y formatos y, en esencia, la historia de una de las herramientas fundamentales para la transmisión del conocimiento y la preservación de la historia.

El mundo de los libros, su surgimiento, contenidos y aporte al desarrollo educativo, científico, artístico y cultural de la humanidad, son razones suficientes para volver una y otra vez a su estudio y enaltecimiento, aún en tiempos digitales, de inteligencia artificial y desdén en algunos sectores por lo que Humberto Eco consideraba uno de los inventos más fiables para la preservación por encima de los cambiantes dispositivos electrónicos. Mantendremos en esta y todas las temporadas las lecturas que enmarcan el contexto de los episodios de acuerdo con la temática convocada.

Para iniciar este homenaje al libro, hemos traído un fragmento del prólogo de la obra Los libros y la libertad de Emilio Gedo. El descubrimiento de las letras como cuenta el mito de Teut y Tamuz en el Fedro platónico fue un fármaco para la memoria. La escritura estuvo, sin embargo, sometida al mismo imperio de la oralidad, en la que comenzaron a pronunciarse las palabras. El escribir fluía también en el tiempo, pero el pulso que alentaba la mano que escribía dejaba un rastro. El tiempo se transformaba en esas líneas trazadas como surcos en los que reposaba, solificado, el palpitar de ese río de los instantes.

Los causes de la escritura acabaron al fin en el mar de los libros, en ese inmenso espacio que albergaba y recreaba los múltiples territorios de la cultura. El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo, una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron a esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido. La escritura abrió al animal que habla, condenado a la inmediatez de los instantes compartidos, el inesperado enriquecimiento de una nueva forma de diálogo, el diálogo con otro tiempo, el diálogo con el pasado.

Porque para que ese animal que habla, en los largos siglos en los que denominaba la oralidad, pudiera entenderse, necesitó el cobijo del presente, de la hora, hecho voz, oído, mirada.

El ser de las palabras no podía perdurar en la oralidad, igual que no habría surgido la escultura con la idea de belleza de Phidias o Praxiteles, si hubiese faltado el mármol donde se esculpía.

Los golpes del cincel llevaban el tiempo hacia una forma humana de inmortalidad. La obra esculpida, el mármol, el bronce o la madera, eran como caricias de la mano, que es como el alma, todas las cosas. Al agotarse en la oralidad, en las palabras pronunciadas, la presencia de lo que se decía, sólo los surcos sembrados de la escritura pudieron alargar la vida de la memoria. La escritura