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No eran molinos. Clásicos de la literatura español 3a5z3z
Por RTVE
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'No eran molinos. Clásicos de la Literatura Española' es un podcast dirigido y guionizado por Joaquín Pérez Azaústre en el que nos adentramos en las grandes obras de nuestra literatura, con un tono cómplice y cercano, mientras se leen fragmentos para encontrar sus claves. m4b1a
'No eran molinos. Clásicos de la Literatura Española' es un podcast dirigido y guionizado por Joaquín Pérez Azaústre en el que nos adentramos en las grandes obras de nuestra literatura, con un tono cómplice y cercano, mientras se leen fragmentos para encontrar sus claves.
No eran molinos - Églogas, de Juan de la Encina
1492, el año prodigioso, marca el salto de luz entre dos mundos, con un punto de giro en el relato de nuestra construcción en el mapa del tiempo: de la Edad Media a la Moderna, ante ese nuevo territorio que, desde entonces, marcará un sueño de horizonte para Europa. Sin embargo, nada de eso se sabe el 2 de enero, cuando los Reyes Católicos culminan su conquista del reino nazarí de Granada: después de una contienda de ocho siglos, que ha tenido momentos de intercambio en un largo romance de frontera, se exiliará Boabdil, el último rey moro. Cristóbal Colón convence a los Reyes Católicos para su largo empeño neblinoso de la ruta marítima occidental a las Indias y firman las Capitulaciones de Santa Fe. Partirá el 3 de agosto desde Palos de la Frontera: el 12 de octubre, las tres naves desembarcan en la isla Guanahaní, la actual Bahamas. A finales de mes, Cuba; y el 5 de diciembre, La Española. Cuando encalla la Santa María, los hombres de Colón usan sus despojos para levantar una empalizada: será Fuerte Navidad, el primer poblado español en América. Esos días navideños, al otro lado del océano, un literato llamado Juan del Encina, de 24 años, estrena ante los duques de Alba dos églogas, con unos pastores proclamando el nacimiento de Cristo. Juan del Encina, con visión, aspira a unir su futuro a la casa de Alba, mientras un nuevo mundo modifica el futuro que lo acoge, como su primer poeta y fundador del teatro de España. Escuchar audio
26:22
No eran molinos - Kilómetros de tiempo, de Carmen Castellote
Hay un hombre que mira en la ventana unos mares de tiempo durmiendo en otros ojos. Hay un hombre que mira al otro lado de un cristal infinito y se imagina a hombres y mujeres que perdieron sus pasos en la tierra sin nombre de un destino mojado por un llanto interior. Hay un hombre que un día repara en que ese mismo año, 2019, se cumplirán 80 del exilio republicano español, de todos esos pasos en la niebla con muy poco equipaje, -casi siempre, ligeros de equipaje-, que hubieron de dejar su mundo atrás para poder vivir. Este hombre es actor de teatro, cine y televisión, pero también es un escritor. Repara en la cifra redonda, 80 años, y acaricia de nuevo una vieja idea: escribir y montar un texto teatral como homenaje a las mujeres del exilio republicano. Buscando en bibliotecas, archivos y bibliografías, en una relación de las niñas de la guerra, también llamadas las niñas de Rusia, se encuentra con Carmen Castellote. Hay veces que recibes el aroma de un nombre y resuena desde una lejanía, desde una latitud casi borrosa de tu propio recuerdo, quizá como una música olvidada que de pronto reclama su coreografía; pero, la poeta Carmen Castellote, niña de la guerra, poeta bilbaína que en 1937, con sólo cinco años, es enviada a Rusia por sus padres a bordo de un vapor, para ponerla a salvo de los bombardeos franquistas, tras la tragedia de Gernika, está lejos de ser un nombre por fin recuperado. Llega desde el olvido, llega desde el silencio. Porque, hasta que el actor Carlos Olalla no lea su nombre por primera vez y escriba sobre ella en su blog, para el público lector español, y nuestros clásicos, no existirá Carmen Castellote. Escuchar audio
27:08
No eran molinos - Con suavidad de frío, de Carmen Castellote
Después del bombardeo de Gernika, impresionados por la destrucción, unos padres deciden que su hija estará más segura si se aleja de España. El ataque aéreo de la Legión Cóndor y la Aviación Legionaria italiana el 26 de abril de 1937 ha encendido la mecha del espanto, entre las ruinas humeantes de una antorcha que no se apagará. Tras la tragedia de Gernika, son ya muchos los padres que temen por las vidas de sus hijos. Por eso, el 13 de junio, el militante comunista Ricardo Castellote y su mujer, María Labat Zabala, embarcan a Carmen, de cinco años, en el vapor Habana. Es el sexto viaje de la nave con niños de la guerra, que transportará a más de 17.000 niños en seis viajes, con maestras y enfermeras, a Francia y Reino Unido. En la sexta travesía, el 13 de junio de 1937, viajan 4.500 niños a bordo del Habana, de los que 1.610 pasarán a la nave Sontay, con destino a Odesa, Moscú y Crimea. Entre esos 1.610 niños que empezarán una nueva vida en la Unión Soviética -muchos no volverán nunca a España- está Carmen Castellote, de cinco años, que andando el tiempo, y desde México, cuando se reencuentre con su familia y su idioma, se convertirá en la última poeta del exilio español. Escuchar audio
24:11
No eran molinos - Poemas para alcanzar un segundo, de Aurora de Albornoz
Aurora de Albornoz vuelve a Madrid en 1968, el año de los cambios y las revoluciones. España es un país muy diferente al que ha ido construyendo en su recuerdo, y lo descubrirá poco a poco, en sus primeros días como docente en el Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma de Madrid y en la Universidad de Nueva York en España. Tiene 42 años y se ha especializado en autores españoles y latinoamericanos en la proximidades de la Guerra Civil, como Federico García Lorca, Pablo Neruda o Miguel de Unamuno, con un conocimiento directo de los escritores españoles del exilio. Aunque ha pasado gran parte de su vida en Puerto Rico, Aurora de Albornoz siempre ha estado muy vinculada a su país de origen: después de La Sorbona, acabó su doctorado en Salamanca; y, en 1961, siete años antes de su regreso, ha publicado, en la colección Adonáis, su libro Poemas para alcanzar un segundo. También en 1961, en Puerto Rico, ha reunido en un volumen las Poesías de Guerra de Antonio Machado, cuya publicación no se permitirá en la España franquista. El país al que llega Aurora de Albornoz para empezar a enseñar literatura ha comenzado a vivir en su poesía la transición. 1968 es también el año de la publicación de La muerte en Beverly Hills, de Pere Gimferrer, que apenas dos años antes, en 1966, ya ha agitado las aguas estancadas por la pesadumbre moral de la dictadura con su libro Arde el mar. Sus Poemas para alcanzar un segundo parten de la evocación de la niñez, con la niña crecida que evoca en su recuerdo no sólo el tiempo ido, sino el propio país, con una soledad de lejanía que encontrará refugio en la literatura. Escuchar audio
25:29
No eran molinos - El jardín de los poetas, de Manuel Reina
El muchacho camina por un puente que cruza el Genil. El cielo es una bóveda ligera que parece a punto de caer. Se adentra en el paseo y al fondo ve la espalda de una estatua. El jardín es sencillo, con un resto silente de abandono, y él se fija en la placa: Manuel Reina. No sabe que la estatua, obra del escultor Enrique Moreno Rodríguez en 1933, ocupa ese lugar desde el 6 de julio de 1966, siete años antes de su propio nacimiento. Contempla el gesto hierático y reconoce el nombre del poeta de Puente Genil, quizá como una música lejana que aparece de pronto y cobra forma dentro de su parterre, aparecido -o salido- de la mole de piedra, con ese busto al viento de sí mismo, ante la intemperie adormecida. Todos somos gigantes de memoria borrosa, todos escribiremos la mecha de otros nombres que nos sucederán. Eso mismo está pensando este muchacho, justo antes de dejar la estatua atrás y subir por la calle Aguilar. ¿Qué fue de Manuel Reina, llama viva del Modernismo antes del gran Modernismo a lo Rubén Darío, con Salvador Rueda o Ricardo Gil? Poeta precursor, pequeño incendio, el resto luminoso de una revista literaria, La Diana, que encenderá la antorcha -rápida- del Modernismo español, que habría de perdurar mucho más allá de su momento. Si era necesario labrar la vieja tierra en duelo de un romanticismo agonizante, para un refinamiento que desembocaría, precisamente, en Juan Ramón Jiménez y la generación del 27, antes de la llegada de Rubén Darío, se adelantará en la escena el pulso visionario de Salvador Rueda, Ricardo Gil y Manuel Reina. Escuchar audio
24:26
No eran molinos - Sonetos, de Andrés Rey de Artieda
Un hombre cruza el Elba nadando con la espada entre los dientes. Antes de la campaña, ha estudiado bien el territorio: sabe que el Elba nace en la escarpada meridional de las montañas de los Gigantes, y que discurre en dirección sudeste, antes de virar al noroeste, junto a Hamburgo, para desembocar en el mar del Norte. Mira las montañas y se detiene en los altos riscos, mientras vuelve a tragar el sabor de la sangre, que no le ha abandonado estos días de lucha. Pero en este momento, sólo le importa conseguir llegar al otro lado del río, allí donde le esperan sus compañeros de armas. Le observan dos ejércitos, desde ambas orillas: uno, disparándole para que no lo consiga; y, el otro, el suyo, tratando de atraerlo con sus gritos de ánimo. Lo conocen bien, y confían en él, aunque todavía suenen los últimos balazos sobre su cabeza. Porque, a pesar de no haber cumplido todavía 30 años, ya es un veterano en el combate: ha luchado en Lepanto, con Miguel de Cervantes, y también en Navarino y Mequinenza. Ahora, tras la batalla en Fünden, está cruzando el río Elba con su acero en la boca, para que Leandro Fernández de Moratín pueda contarlo tres siglos después, en su estudio Orígenes del Teatro Español, publicado en 1857, con una selección de varias obras teatrales anteriores a Lope de Vega. Pero, por ahora, dejemos a este hombre atravesando las aguas gélidas del río Elba, para que llegue nadando hasta la ribera donde le ofrecerán una copa de vino sus amigos de los Tercios. Brindará con ellos por su salvación, y por esos nuevos sonetos que el poeta Andrés Rey de Artieda continuará escribiendo esa misma tarde. Escuchar audio
24:26
No eran molinos - 'Gritos del combate', de Gaspar Núñez de Arce
El 3 de diciembre de 1887 lee su Discurso sobre la poesía en el Ateneo de Madrid. Lo reproducirá en la segunda edición de su libro Gritos del combate. El discurso es un paseo por la poesía europea moderna del momento, con especial atención en la lírica anglosajona y, dentro de esta, a Alfred Tennyson. Lector atento de Robert Browning, para Núñez de Arce la poesía es el “Arte maestra por excelencia, puesto que contiene en sí misma todas las demás, cuenta para lograr sus fines con medios excepcionales: esculpe con la palabra como la escultura en la piedra; anima sus concepciones con el color, como la pintura, y se sirve del ritmo, como la música”. Vida y poesía. Escuchar audio
29:47
No eran molinos - El jardín de los poetas, de Manuel Reina
El muchacho camina por un puente que cruza el Genil. El cielo es una bóveda ligera que parece a punto de caer. Se adentra en el paseo y al fondo ve la espalda de una estatua. El jardín es sencillo, con un resto silente de abandono, y él se fija en la placa: Manuel Reina. No sabe que la estatua, obra del escultor Enrique Moreno Rodríguez en 1933, ocupa ese lugar desde el 6 de julio de 1966, siete años antes de su propio nacimiento. Contempla el gesto hierático y reconoce el nombre del poeta de Puente Genil, quizá como una música lejana que aparece de pronto y cobra forma dentro de su parterre, aparecido -o salido- de la mole de piedra, con ese busto al viento de sí mismo, ante la intemperie adormecida. Todos somos gigantes de memoria borrosa, todos escribiremos la mecha de otros nombres que nos sucederán. Eso mismo está pensando este muchacho, justo antes de dejar la estatua atrás y subir por la calle Aguilar. ¿Qué fue de Manuel Reina, llama viva del Modernismo antes del gran Modernismo a lo Rubén Darío, con Salvador Rueda o Ricardo Gil? Poeta precursor, pequeño incendio, el resto luminoso de una revista literaria, La Diana, que encenderá la antorcha -rápida- del Modernismo español, que habría de perdurar mucho más allá de su momento. Si era necesario labrar la vieja tierra en duelo de un romanticismo agonizante, para un refinamiento que desembocaría, precisamente, en Juan Ramón Jiménez y la generación del 27, antes de la llegada de Rubén Darío, se adelantará en la escena el pulso visionario de Salvador Rueda, Ricardo Gil y Manuel Reina. Escuchar audio
27:21
No eran molinos - 'Los últimos románticos', de Pío Baroja
Los últimos románticos no es solamente un fresco vivo del paisaje de tantos emigrados políticos españoles en el París de la época, sino un auténtico recorrido con la escritura al paso de la ciudad de la luz, por sus calles y plazas, sus oscuridades recónditas, todos sus sueños rotos, sus almas en la niebla y ese eco de voces en el que se confunden los fantasmas de la revolución y las glorias poéticas perdidas, entre la humareda de palabras. Además del osario de pasiones inútiles, en palacios dormidos con historias sonámbulas y viejas damas tejiendo su misterio, como Blanca de Montville, Los últimos románticos es un documento prodigioso sobre el París del momento: especialmente, el más acanallado y más bohemio, el más oscuro y rampante hacia las tinieblas de la política y del arte, antes de proclamarse la Comuna, cuando Verlaine y Rimbaud aún no son fantasmas sobre el Sena. Escuchar audio
27:18
No eran molinos - 'Platero y yo', de Juan Ramón Jiménez
Platero y yo es el libro más famoso de Juan Ramón Jiménez, el que planea por órbitas mayores del imaginario popular. Hace bien el poeta en avisarnos, porque no es un texto escrito para niños. Con su alegría y su pena, su dicha y su frescura, Juan Ramón nos habla de Novalis: si “Dondequiera que haya niños, hay una edad de oro”, Platero y yo crepita en la lectura de ese niño que vive en todo adulto: en cada adulto que lo haya protegido de su crecimiento -o lo haya mantenido a este lado del paraíso-, a pesar del desgaste de los días, avivando la gracia de su espíritu, su primera visión. Así, hacia esa “isla espiritual caída del cielo”, que es también la hermosa latitud por la que “anda el corazón del poeta”, se dirige esta escritura de estampas fragmentadas, en pinceladas de plasticidad que, al mirar a la infancia sostenida en esa edad de oro, se dirige a la edad de oro del hombre. Escuchar audio
26:51
No eran molinos - Al este de la ciudad, de María Elvira Lacaci
María Elvira Lacaci cruzará la Gran Vía una tarde en Madrid de los cincuenta sin saber que está en su plenitud. Pero ¿quién lo sabe? Ha dejado Ferrol y ha decidido conquistar ese cielo mucho más limpio que la tierra con su poesía sutil y femenina, en esa humana voz que dejará el latido de un diálogo de suave calidez que se enlaza, en su vivencia cotidiana, al misticismo intimista. En 1956, cuando ya se ha publicado Tierra viva, de María Beneyto, accésit luminoso del Premio Adonáis un año antes, María Elvira Lacaci se presenta al premio: su libro Humana voz la convertirá en la primera mujer en ganarlo. Es el comienzo de una rápida evolución que abarcará la década siguiente y que la llevará a la verdad de sí misma. En la pugna cada vez más anacrónica entre el mármol victorioso, ebrio de glorias imperiales en la revista Garcilaso, y la poesía existencial en su desgarro, ante el desgaste moral de la posguerra y de la dictadura, en la publicación leonesa Espadaña, la poesía humanista de María Elvira Lacaci representa un encuentro personal entre la denuncia cívica y la profundidad de una visión cristiana. El medio será un lenguaje nuevo, nítido y hondo, coloquial y directo, que parece seguir el hilo de una conversación que el lector no recuerda haber comenzado, pero se siente cómodo siguiéndola. Es poesía social del momento, a la manera de Gabriel Celaya y Blas de Otero, que la hará ser incluida en la antología de Leopoldo de Luis, junto con María Beneyto, Ángela Figuera Aymerich y Gloria Fuertes. María Elvira Lacaci escribe poemas con pulso y densidad, en una delicada cadencia sostenida, desde la realidad, para verle el rostro a Dios. Escuchar audio
29:04
No eran molinos - De un silencio a otro, de María Beneyto
En Valencia, María Beneyto frecuenta al poeta Alejandro Gaos y a Ricardo Orozco, director de la revista El sobre literario. Tras su publicación de Tierra viva en Adonáis, muy pronto vendrá el reconocimiento de varios compañeros de generación, como José Manuel Caballero Bonald o Angélica Gatell; y también de Vicente Aleixandre, el gran faro de guía de la poesía interior, en conversación constante con el pasado brillante, desde su exilio en Velintonia. En 1969, es una de las cuatro mujeres -las otras son Ángela Figuera Aymerich, Gloria Fuertes y María Elvira Lacaci- entre los 35 autores incluidos en la antología Poesía social de Leopoldo de Luis. Cuando 30 años después, en 1999, publica su última entrega poética, titulada De un silencio a otro -uno de sus libros más desnudos, sinceros y esenciales, en un diálogo sentido con su eternidad- María Beneyto ya comienza a ser Eva en el tiempo. Escuchar audio
23:07
No eran molinos - Tierra viva, de María Beneyto
La mirada de ensueño de María Beneyto, agitada en belleza, guarda un reflejo nítido y fugaz de los ojos del padre. No lo sabrá al principio, cuando en 1955, recién llegada a la treintena, gane el accésit del Premio Adonáis por su libro Tierra viva. Es el premio de Javier de Bengoechea por Hombre en forma de elegía; pero también de otro accésit, por Áspero mundo, para Ángel González, que comparte con María Beneyto, además de accésit, el año de nacimiento: 1925. La generación de los hombres y mujeres que nacieron en España cuando los poetas del 27 estaban planeando su asalto a la posteridad, con su fotografía celebrando el tercer centenario de Góngora en el Ateneo de Sevilla, comienza a darse a conocer en la larga posguerra, entre otros cauces -en realidad, muy pocos-, a través de la colección y de los premios Adonáis. Quizá en ese momento de alegría, al recibir su accésit por Tierra viva, pueda distinguirse en su mirada ese reflejo nítido y fugaz de los ojos del padre, que, en 1937, en plena Guerra Civil, cuando su hija María tiene solamente 12 años, se ve obligado a abandonar Madrid con su familia, tras su fracaso como dramaturgo, por no haber conseguido estrenar ni una sola obra. Volverán a Valencia, con esa frustración del sueño literario paterno malogrado. Un año después, en 1938, su padre morirá. Pero en 1956, año de cambios, con Tierra viva, además de otras sensaciones que acompañan la publicación de ese nuevo libro de poemas, la mirada de ensueño de María Beneyto se vuelve a contemplar en los ojos del padre, en un viaje silente del regreso al pasado. Escuchar audio
24:33
No eran molinos - Libros de viajes, de Luis de Oteyza
Luis de Oteyza, poeta y director de La Libertad, se enviará a sí mismo como corresponsal, y firmará una serie de crónicas, con gran éxito popular, que serán recopiladas más tarde en el libro Abd-El-Krim y los prisioneros (1924). Un año después, en 1925, se instala en Filipinas, donde ya reside su hermano Carlos. Su literatura se enfocará en libros de rutas sobre la desconocida Asia, con jardines que hablan de paraísos perdidos ya recuperados, como En el remoto Cipango. Jornadas Japonesas (1927), Una aventura de viaje: novela (1928), El pícaro mundo. Cuentos de diversos países (1928) o Al Senegal en avión: reportaje aéreo (1928). Será un maestro de las narraciones de viajes. Escuchar audio
27:41
No eran molinos - Poesías, de Manuel Bretón de los Herreros
Manuel Bretón de los Herreros no tiene todavía veinte años la mañana que sale al campo del honor. Una cuchillada traicionera le hace perder un ojo. Por eso, más tarde, escribe estos versos: “Dejome el sumo poder / por gracia particular / lo que había menester: / dos ojos para llorar... / Y uno solo para ver”. Ese único ojo para ver le servirá a Manuel Bretón de los Herreros para convertirse en uno de nuestros grandes escritores de su siglo, con 103 obras, entre las que destacan las comedias neoclásicas, en un baile interior entre el costumbrismo crítico de Leandro Fernández de Moratín y una escena más sofisticada, con tragedias románticas, traducciones y dramas históricos. Pero Manuel Bretón de los Herreros, convertido en cíclope de nuestra literatura, con su neoclasicismo entre nieblas románticas, además de luchar contra el ejército francés en el liberalismo de su juventud, será ya, para siempre, poeta. Escuchar audio
27:14
No eran molinos - Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura
La escena comienza en la “habitación de un hotel de segundo orden”, de “una capital de provincia de segundo orden”, en un lugar perdido por el mapa de Europa, donde pasa su última noche de soltero Dionisio, antes de su boda. Sin embargo, no será una noche plácida: a medida que va avanzando el péndulo de las horas, Dionisio conoce a otra huésped del hotel, Paula, bailarina en una compañía de revista que ha llegado a la ciudad, en la que actuarán la próxima tarde. Ella y los otros cómicos irán mostrando a Dionisio un mundo fascinante de vuelo y de aventura, ante lo que la vida nos ofrece: tanto, que le hará reconsiderar su decisión de casarse al día siguiente. Porque, lo que Dionisio comienza a desear, es dejarlo todo y fugarse con Paula. Tres sombreros de copa es una obra escrita “con amor y con melancolía”. En 1932, cuatro años antes del comienzo de la Guerra Civil, Miguel Mihura está recuperándose de una larga enfermedad, y comienza a perfilar esta obra de teatro como divertimento. La comedia refleja un viaje real: cuando estuvo enrolado en una compañía de actores, y el momento en que se le cruzaron su embeleso por una bailarina, y la ruptura -o, como él nos diría, su “forzado rompimiento amoroso”- con una antigua novia juvenil. También Dionisio, el protagonista, está entre esa novia y una bailarina, aunque seguramente con otro desenlace, tras un giro distinto. Y justo eso, de alguna forma, es Mihura: un espejo que te ofrece su reverso, porque es lo opuesto a ti, lo que te afirma Escuchar audio
23:12
No eran molinos - Poemas, de Juan Boscán
Cuando lo instruye en su adolescencia, junto con otros discípulos que también pertenecen a la aristocracia barcelonesa, seguramente Luis Marineo Sículo ya advierte que el joven Juan Boscán tiene todas las actitudes, y las capacidades, para llegar a convertirse en uno de los grandes poetas y traductores de una época que, mucho tiempo después, conoceremos como Renacimiento español. Así, Juan Boscán será recordado por el petrarquismo esbelto en su poesía, tan ligado al de su buen amigo, el también poeta y guerrero Garcilaso de la Vega. También por haber incorporado la métrica con rasgos italianos a la poesía castellana, a través del verso endecasílabo y distintas estrofas: fundamentalmente, el soneto, pero también el terceto y la octava real. Esa octava real enlaza a Juan Boscán con Giovanni Boccaccio, pero también con la épica culta de Ludovico Ariosto y su Orlando furioso o Torquato Tasso en Jerusalén liberada, ambos felizmente traducidos, estos últimos años, por José María Micó. También el propio Juan Boscán será un destacado traductor de su momento: suya será la traducción, al español, de El Cortesano, de Baltasar de Castiglione. Será un gran helenista y un poeta que habita su caudal de la tristeza, pero también la dicha de quien sabe cantar el extremo más claro de belleza al mirar el amor. Soy como aquel que vive en el desierto, deja escrito en un soneto extraordinario: nuestra lírica jamás será la misma después del paso alzado del renacentista Juan Boscán, que ya nunca estará del mundo y de sus cosas olvidado, sino en una vigencia sostenida, en un pleno regreso siempre en marcha, hacia su palabra renacida. Escuchar audio
24:55
No eran molinos - Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas
Cuando una voz alcanza su timbre singular, el pozo de su hondura y también el calibre en su generación, se reafirma a sí misma, con sus libros pasados: pero también anuncia lo que ha de venir. Es lo que sucede con Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas, publicado en 1975: España ahora se asoma a un nuevo tiempo, que está marcado, también, por su reloj poético. En 1975, Antonio Colinas sigue estando en la experiencia cultural amplia de sus libros anteriores -Poemas de la tierra y de la sangre, Preludios a una noche total y Truenos y flautas en un templo-, y aparece de nuevo esa respiración singular en su forma de estar a través del poema: la naturaleza y su paisaje, urbano o campestre, la muerte, la vivencia y la herida, en el tiempo abolido. En 1975 se toca la esperanza, mientras algo se está descomponiendo. La belleza confirma la escritura y la autenticidad del poeta, un referente de su generación, la de los poetas novísimos, o grupo del 70, desde esas vivencias convertidas en experiencia estética, en una turbación existencial y su abismo continuo. La vida se abre paso con tensión verbal y lúcido lirismo, desde una inteligencia que aspira al conocimiento, en un solo poema que fluye y se revela en su caudal. Pero el conocimiento y la belleza, ¿qué son sin amor? Escuchar audio
25:07
No eran molinos - Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé
La noche airada y cálida del 23 de junio de 1956, con el sabor salado de la brisa que recorre la costa, durante la verbena de San Juan, una silueta osada y decidida se abre paso en el jardín de un palacete del barrio de San Gervasio, en Barcelona. Ha llegado conduciendo una moto cualquiera, que ha robado en una plaza del Guinardó. Tras dejarla, paseando ante fachadas señoriales, ha escuchado una música de baile, desde la calle, y ha decidido entrar en una fiesta en la que no conoce a nadie, y a la que no ha sido invitado. Así empieza una historia en la que el héroe, o antihéroe más bien, con el barro de origen fijado a las palabras y también un deseo de asomarse al nuevo universo que se ofrece, sólo es dueño de su atrevimiento. Bienvenidos a la presentación de un personaje singular, siempre entre dos mundos, de la narrativa española contemporánea: el Pijoaparte, llamado Manolo Reyes, que sale de su chabola en el Carmelo para asomarse al escenario de la juventud rica barcelonesa, como un Gatsby sin romanticismo, y ha cruzado el umbral sin ningún plan de conquista; pero sí decidido a llevarse, igual que ha hecho poco antes con la moto que ha tomado de una plaza, al azar, todo aquello que no le pertenece. Escuchar audio
23:32
No eran molinos - Poesías líricas, de Enrique Gil y Carrasco
Hay un temblor de ocaso en el momento en que Gil y Carrasco se descubre ante el cuerpo yacente de Espronceda. Tiene 27 años. Su amigo y protector, el gran heraldo del romanticismo español, ha muerto de difteria también joven: contaba sólo 34 años. Es el 23 de mayo de 1843 y un viento cortante, sorprendentemente frío, entra por la ventana del salón al que acuden varios amigos, no todos literatos, a despedirse de José de Espronceda. A lo largo del día, bajo el cielo nublado y ceniciento, Enrique Gil y Carrasco escribe un poema de homenaje. Ha sido su respuesta a la fatalidad, una especie de dura resistencia interior, como si al escribirlo pudiera liberarse del estanque de aguas estancadas que ahora siente en el pecho. Ha muerto Espronceda, ha muerto el hombre que no podía morir. El poema aparece en El Eco del Comercio y en El Corresponsal. Faltan dos años para que publique su novela El señor de Bembibre, en la estela heroica de sir Walter Scott, que le reservará horas de esplendor; pero Gil y Carrasco, al santiguarse ante el cadáver de su amigo, comprende que José de Espronceda se ha llevado una época con él. Algo se ha quebrado en su visión del mundo con su pérdida. Enrique Gil y Carrasco sigue en Madrid; aunque, con el verano, vuelve al Bierzo. Siente su salud debilitada, pero también su espíritu se ha roto. Sin embargo, como aprendió de Espronceda, ni la espada en la mano, ni tampoco la pluma, flaquean en un hombre si ha venido a llevarse la vida por delante. Escribe su novela El señor de Bembibre, que quedará unida a su posteridad, artículos y también algunos de los mayores poemas de nuestro romanticismo. Escuchar audio
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