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El Oro y la Ceniza: Capítulo 3 - Audiolibro en Español

El Oro y la Ceniza: Capítulo 3 - Audiolibro en Español 4v5c4e

8/2/2025 · 23:20
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En el capítulo 3 de El Oro y la Ceniza, exploramos nuevos conceptos que nos invitan a reflexionar sobre la dualidad entre lo eterno y lo pasajero. 🌌 Este audiolibro profundiza en temas de crecimiento personal, espiritualidad y el equilibrio entre lo divino y lo humano. Descubre cómo esta obra combina filosofía y simbolismo para guiarnos hacia una mejor comprensión de nuestra existencia. Dale play y continúa este viaje transformador. ✨💡 #ElOroYLaCeniza #crecimientopersonal #espiritual #audiolibro #filosofía #libros #literatura #mityc 2w544j

Lee el podcast de El Oro y la Ceniza: Capítulo 3 - Audiolibro en Español

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Elieta B. Cassis. El oro y la ceniza. Primera parte.
Capítulo tres. El 30 de enero de 1995, a las cinco y media de una gélida tarde,
nos llegamos a pie hasta el Marais, el antiguo Plezel, donde vivían Samy y Mina Perlman,
y nos detuvimos en el número siete de las Ruedes Roussies. Unos años antes,
la primera vez que estuve en ese piso de techos altos y atravesados por vigas,
no pude evitar la sensación de encontrarme en un hogar judío. No era por el candelabro de la
biblioteca, ni por los grabados que representaban a los sabios en oración, ni por los viejos libros
hebreos. Era una atmósfera indefinible, que me había producido una curiosa emoción. Cada objeto
resguardaba una especie de misterio, como una eternidad que atravesaba la vejez, una antigüedad
venerable, un privilegio de estar allí y cargar con una larga historia la de un mundo pretérito,
recreado por el fervor de quienes eran sus guardianes, sus depositarios, una extraña
fidelidad. Antes de especializarme en la Segunda Guerra Mundial, nunca había tenido o con
judíos. Para mí eran personajes históricos, reliquias, piezas de museo. Mi familia hablaba
de los judíos, como si fueran seres aparte. Y yo tenía conciencia clara de esta diferencia cada
vez que conocía a un judío, puesto que para caracterizarlo me venía a la mente esta categoría,
cuando bien hubiera podido decir un parisino, un rubio o un profesor. Recuerdo que un estudiante
judío ganó las oposiciones a Catedrático de Historia el año en que yo no lo conseguí. Sin
poder evitarlo, pensé que ese joven originario de Hungría o de Polonia conocía la Revolución
sa mejor que yo, aunque mi árbol genealógico se remontaba al siglo XII. Ese chico me superaba a
mí, que era la historia de Francia en persona. En aquella ocasión pensé en Drummond, en Barres y en
Maurras, que decía que los judíos eran incapaces de captar la pureza de este verso de Resín,
en el oriente desierto, cual no llegó a ser mi tedio. Resín, mi país, mi tierra, mi patria.
Es cierto que no existe nada más, francés, que un verso de Resín. De pronto, pensaba,
ellos conocían mejor la historia de Francia que yo. Nutridos de griego y de latín, hablaban un
francés más perfecto que el mío, aunque yo descendía de una persona que tuvo trato con
Resín. Resín, mi carne, mi sangre, era un éxtasis para ellos. ¿Con qué derecho?, me había preguntado.
Unos jóvenes ses de mirada azul, rubio bigote, anchos de hombros, hechos para la batalla
y el amor, y ese viejo ídolo judío de boca putrefacta. ¡Qué rabia le causa no comprender!
Pues ha creído ver Francia peor que traicionada, embrujada. Yo creo que precisamente eso es lo
que hace comprensible el que me consagrara la historia de la barbarie y que, en el marco de
mis investigaciones, conociera a cientos de supervivientes, algunos de los cuales se
convirtieron en amigos. Félix iraba mi devoción y mi fidelidad para con esos ancianos. Un día me
habló de su abuelo, verdadero héroe de su infancia, a quien debía, más que a sus padres,
su educación. Durante largas horas, el viejo le hablaba con pasión de la Revolución, la sa
y también la futura, la internacional. Había pasado tres meses en Dranqui, cuando tenía 35
años, por ser amigo de los judíos. Era una de aquellas personas que, indignadas por el uso
obligatorio de la estrella amarilla, optaron por ostentar caprichosas insignias, como Goy,
Swin, Danni o 130. En Dranqui, en ese campo insalubre donde permanecían encarcelados los
judíos antes de la deportación, había conocido a toda clase de «amigos de los judíos», electricistas,
estudiantes, arquitectos o panaderos. Explicaba con emoción cómo los recibían los prisioneros,
con lágrimas y abrazos fraternales. Los «amigos de los judíos» estaban exentos de los penosos
trabajos que se reservaban a sus «amigos» y, cuando intentaban ayudarles a cargar los cubos,
cinco o seis prisioneros se precipitaban para quitárselos de las manos, suplicando «usted no,
usted no». Su abuelo le hablaba a sí mismo de la resistencia, de los documentos falsos y los
periódicos clandestinos. Le describía la elevada meseta poblada de pinos donde lloraban los helechos,
los estrechos senderos que se sumergían en el fondo del misterio, la tierra blanda que
habían excavado y esa vida activa pero invisible que transcurrían las negras cámaras subterráneas.
A la sombra del mundo real, de una luz del día demasiado cegadora para los ojos deshabituados,
habían practicado la estrecha vida de los judíos.

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